miércoles, 11 de julio de 2012

Objeto mágico, una vuelta en el aire


A O. Paz; a Olaf S.

Vivíamos entonces por los comienzos de un universo que aun allí, en la gran fiesta, apenas si nos atrevíamos a inventar.
Y siempre inventarlos era para nosotros un poco como inventariarlos, se nos imponía la tristeza del armario gris de los universos ya creados. Así y todo, era para nosotros indecible la alegría del momento, dicho esto, naturalmente, sin connotación real alguna.
No era fácil decidir en qué lugar situar los planetas; ni siquiera sabíamos si ubicarlos o dejarlos en espera en el archivo de universos por crear, para algún día, tal vez, de improviso, saber reconocer que ese era el mundo necesitado por aquel espacio del cosmos y lanzarlo entonces como una bola de billar que no se atreve a discutir los designios del gran jugador.
Así nos sentíamos, un poco el gran jugador decidiendo cuándos y dóndes, y porqués, en el caso de que decidiéramos decidirnos por darle uno.
En general preferíamos inventar universos en los cuales ningún dotado se llegara jamás a plantear la palabra del origen, donde todo siempre pareciera haber existido con la eternidad, como nosotros. Universos eternos y de mutación perpetua, y esto último a veces también a pesar de nuestros esfuerzos, que jamás hasta entonces habíamos logrado establecer un modelo cósmico inmutable. Inevitablemente, una fractura se nos colaba siempre por algún resquicio y el universo se nos iba de las manos, y a veces hasta le perdíamos el rastro entre el cúmulo de bolas de barro y piedra que íbamos sembrando a nuestro paso. Ahí quizá la única de nuestras inmutabilidades, la fractura permanente en el lugar impensado, y ahí el instante supremo de la fiesta, bebiéndonos el vino de los condenados, derramándolo por los lados de nuestros rostros, convencidos de la eternidad del ritual, agobiados de luz, hartos de misericordia en nuestras manos, soberbios, bestiales.

Siempre inventábamos el que pensábamos sería nuestro último universo, creábamos como muriéndonos en cada creación, y era imposible detenernos entonces. Tan tenaz era la confianza que teníamos en nuestra inmortalidad que esperábamos la muerte a cada instante, dicho sea sin connotación, ya que el tiempo no era forma pertinente a nosotros. De hecho, nos excedía y lo excedíamos; fabricábamos tiempo cuando echábamos a rodar un universo en el que de improviso nos hallábamos rodando, desesperadamente en busca de nuestro propio aire e incapaces de encontrarlo fuera del ágora de nuestros objetos mágicos. De pronto, nada nos era posible fuera del barro con que nos habíamos ensuciado las manos para iluminar el último de los universos. Siempre era el último.
Y luego otro, uno nuevo en cuanto alguno de nosotros se aventuraba a mirar hacia el archivo de los conceptos posibles y sonreía como en un nacimiento y arrojaba la palabra que nos lanzaba a otro universo recién existiendo. Y entonces la fiesta.

Siempre así, inabordable, nos resultaba la angustia del principio, el gran jugador frente al tablero ineludible, dispuesto a develar su partida, nunca la suya porque siempre la misma repetida como si fuera la primera, que no otra cosa que un ajedrez inevitablemente igual a sí mismo, a su rostro hecho mujer, aquel en el que cubríamos con vidas iguales a vidas los planetas aún ahogándose en su propio vacío, en el parpadear anterior a abrirse como talismanes relumbrantes, diseños mágicos descascarándose ante nuestros ojos, maravillados en medio del camino, la selva oscura, un caos en sí mismo y la estrella danzante, el hombre alejándose con sus cabellos como surgiendo del ala de su sombrero, el bastón inacabable y nosotros también inacabables fluyendo del bastón, fluyendo, en la gran fiesta fluyendo, apenas si por los comienzos de un inventar que nos animábamos a universo.

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