lunes, 15 de diciembre de 2014

Teclas



Me paso la vida pulsando letras en el teclado de la computadora. Mis hijos se ríen de la fuerza con que las golpeo. Yo sé que no hace falta, sé que una leve caricia alcanza, sé que mis golpes aceleran el deterioro del teclado, sé que el ruido innecesario tapa también la música que escucho mientras escribo, lo sé, todo eso lo sé, pero no puedo dejar de sacudir las teclas como lo hago, no puedo dejar de buscar reproducir la música de las teclas mecánicas con las que empecé a escribir a máquina en la solidez de la Remington, con las que crecí escribiendo en la comodidad de la Olivetti. Las tengo aquí, a mi lado, las sigo teniendo, aunque ya nunca escriba en ellas. No las tengo como reliquia de la historia, no las tengo como posesiones, como propiedad.  Las tengo aquí, a mi lado, para no perder de vista que, cuando escribo, cada vez que escribo, no escribo nada nuevo, sino que simplemente sigo escribiendo las mismas palabras, en las mismas hojas, para las mismas gentes, y que sigo necesitando el sonido familiar, la música de las teclas, sosteniéndome, sosteniendo las palabras.Y lo curioso es que esas palabras viejas, esas mismas palabras, cuentan siempre historias distintas, aunque siempre empiecen diciendo que en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme fue donde muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.



Un día les saco fotos y las pongo acá, en otra página de este blo, o en esta.

jueves, 11 de septiembre de 2014

De la magia



Entro al Teatro Colón por el pasaje de los Carruajes. Voy a sacar entradas para… no sé, para cualquier cosa, siempre me gusta sacar entradas ahí, para lo que sea, aunque hay cosas, claro, que me gustan más que otras, y cosas que directamente no me gustan.


Hago la fila. Somos cinco o seis personas. Supongo que dos o tres estarán queriendo averiguar sobre las tristes, miserables (y carísimas) visitas guiadas que el teatro “ofrece” en esta triste, miserable época que está viviendo por culpa de una dirección espantosa que parece querer destruirlo. Pero no es de eso de lo que quiero hablar hoy, porque de todos modos el Colón es mucho más que algunos pocos hombres grises que por ahora, solo por ahora, lo habitan. El Colón es luz, así que sé que ya desaparecerán, como toda sombra.


Mientras espero, leo. De pronto, detrás de mí, una voz, una voz infantil, dice, pregunta, por qué estamos acá, mamá. Y una voz más adulta le dice que para sacar entradas para ver un concierto, para escuchar algo muy lindo, porque este es un teatro muy lindo. Me doy vuelta. La voz infantil me mira. La miro. Medio como que me enfrenta. Este es un teatro muy lindo, le digo, el más lindo que hay en Buenos Aires, uno de los más lindos del mundo, y además es un lugar mágico. Me mira. Cómo que mágico, mágico cómo. Mágico, le digo, mágico todo. Cuando vengas al concierto vas a ver, antes de que empiece, que hay algo raro, algo diferente, vos misma te vas a dar cuenta, aunque no sepas bien qué es, pero cuando empiece lo vas a saber, porque seguro seguro que vas a sentir la magia, y no es que alguien vaya a hacer trucos ni que vayan a aparecer brujos ni varitas ni dragones ni nada de eso, pero vas a ver que todo se transforma, que todo vibra de una manera especial, que todo tiene luz. Vos misma vas a sentir la magia, porque de verdad que este es un lugar mágico, le digo.


Es mi turno. Entro a la boletería a sacar entradas para lo que voy a ver. Barenboim y la orquesta del Diván haciendo fragmentos del Tristán de Wagner. Ya casi no queda nada. Compro arriba, arriba de todo, en el Paraíso, eso que toda la vida llamamos el gallinero. Hace años, muchos, muchos, que no voy al gallinero, pero quiero. Compro mi entrada. Cuando me estoy yendo, veo que la madre y la hija están comprando sus entradas. No sé qué irán a ver.



Llega el día. Subo los seis pisos por la escalera hasta el Paraíso, el paraíso. Desde mi lugar solo veo la mitad de la orquesta, y no llego a ver a todos los cantantes solistas, pero lo que suena, lo que percibo, es la totalidad. Sé dónde estoy, sé lo que estoy viendo, sé lo que estoy sintiendo. Sé, definitivamente, que estoy en un lugar mágico.



Termina la función. Busco con la mirada, entre las más de tres mil personas que llenan el teatro, a esa nena. No la veo. ¿Estará ahí? No tengo manera de saberlo. Ojalá que sí, ojalá que haya estado ahí, en esa misma función, o en otra, en cualquier otra. Ojalá haya sentido la magia. No. Ojalá no. Si estuvo ahí, un día, cualquier día, sé que la sintió, y también sé que ese día, de una u otra manera, ella estuvo conmigo, y sé que yo estuve con ella en su función. Creo que sonrío.


Cruzo caminando la plaza Lavalle, frente al teatro. Nada mejor me podría estar pasando. Acabo de vivir, estoy viviendo, la magia.

---



P.D. Este texto juega también con En el camino (3), que publiqué en febrero de este año.


miércoles, 3 de septiembre de 2014

Brolis (2)


Para P., que me dijo no escribiste en el blog, y se quedó mirándome


Hay quienes agarran los libros y…

(Paréntesis imprescindible, porque hay que dejar bien claro que los libros se agarran, no se toman entre las manos, y mucho menos se cogen, por decirlo como los españoles… aunque si no fuera a la española, quizá sí se podría decir que, a veces, los libros se cogen, pero ahí entraríamos en otros terrenos, y no es de eso de lo que estaba hablando, o de lo que quería hablar, sino de que los libros se agarran y sanseacabó, o no sanseacabó nada, sino que recién empiezo, así que cierro el paréntesis y sigo).

Hay, decía, quienes agarran los libros y se zambullen directamente en la primera página de texto, de bloque de texto, casi sin reparar siquiera en el título, en la tapa, en nada. Se meten en el texto como quien mete una cuchara en lo profundo del dulce de leche y yastá, el único aire que se puede respirar es el del dulce de leche, la novela, el cuento, la tesis de doctorado, lo que sea. Hay, claro, también, quienes agarran los libros como si fueran ladrillos para una torre y van apilando los que quieren leer en la mesa de luz, en el escritorio, debajo de la mesa ratona, en el rincón del pasillo por el que pasan para ir al baño. Hay, además, quienes lo primero que hacen es sostener los libros entre las dos manos, como si los estuvieran pesando, pero de inmediato pasan un dedo por el borde de las hojas a toda velocidad, con efecto ventilador. Y hay quienes van directo al índice para ver cuántos capítulos tiene el libro, cómo se titulan. Y quienes cuentan las hojas que tiene cada capítulo, el primer capítulo tiene siete páginas, el segundo tiene cuarenta y dos, qué desproporción, che, como si significara algo. Y hay quienes se detienen a mirar la tapa como si fuera un cuadro, ah, las tapas de aquella colección de bolsillo de Alianza, o tempora o mores. Y quienes parecen querer poner el libro bajo el microscopio y diseccionarlo con el bisturí de la mirada, y lo primero que hacen es leer la contratapa, y después miran quién lo editó por primera vez, y cuándo, y quién lo tradujo, y cuántos ejemplares tiene esa edición, y luego el índice, y después los agradecimientos, y la dedicatoria, y los prólogos y los prefacios y las introducciones, y finalmente, finalmente, se sientan con la satisfacción del deber cumplido. Y empiezan.

Hay en esta sombrerería sombreros de todos los colores y tamaños (o quizá, dado el tema en cuestión, no debería hablar aquí de sombreros, sino de galeras), y no creo que haya unos sombreros mejores que otros, unos más perfectos que otros. No creo, digo, que haya una forma ideal de agarrar un libro, de leer un libro, de penetrar, volviendo al principio, en un libro.

O quizá sí, quizá haya una forma ideal, pero seguramente esa forma será cada vez con cada libro, con cada persona en cada instante, y cada vez será distinta, o igual, pero ese ser igual también será distinto, único, porque agarrar un libro es eso, algo único, siempre único, cada vez único. Y cada persona que agarra un libro no sabe que está repitiendo un ritual antiguo y universal, y no lo sabe porque ese ritual es solo suyo, solo de ese momento, solo de la eternidad, porque la eternidad dura lo que ese instante. Nada. Todo.

P.D. Este texto juega también con Brolis, que publiqué en julio del año pasau.

jueves, 14 de agosto de 2014

Cuervos

San Lorenzo de Almagro campeón
de la Copa Libertadores de América 2014

Dos generaciones de cuervos sonríen en la foto.
El rayo de luz que se ve arriba no es un farol de la calle, sino mi viejo, primera generación cuerva Wald en la Argentina.

jueves, 31 de julio de 2014

Mentirosos



Mienten. Los que dicen que la música es el único lenguaje universal mienten. Lo saben, lo viven a diario, pero mienten. No hay lenguaje menos universal que el de la música, no hay jergas más exclusivas y exclusivistas, más cerradas y sectarias, que las de la música. La música, el mundo de la música, está constituido por sectas que no admiten a otras sectas. Y no es solo algo que pase entre música y música, quiero decir, no es solo que los del rock no admiten la clásica y los de la clásica no admiten el folklore y los del folklore no admiten el jazz y los del jazz… No, no es solo eso. Pasa también dentro de cada una de esas músicas: pasa en el interior del universo del rock, en el interior del universo del jazz, y en el del folklore, y en el del tango, y en el de la clásica… ¿O acaso alguien de los del público tradicional de Sumo no hablaba pestes de Soda? ¿O acaso los tangueros tradicionales no renegaron siempre y siguen renegando de Piazzolla, que a esta altura es tan clásico como el que más? ¿O acaso los que defienden un folklore puro, anónimo, no hablaron siempre mal de cualquiera que quisiera poner una guitarra eléctrica en una zamba? ¿O acaso los amantes de Beethoven, Schubert y Brahms que pueblan cotidianamente el Teatro Colón de Buenos Aires no se van casi a las puteadas del teatro cada vez que se programa una obra del siglo XX, que a esta altura ya también es antiguo? ¿O acaso Miles, ¡Miles!, no sufrió críticas de todo el universo del mismísimo jazz cada vez que propuso algo nuevo? Claro que el muy guacho de Miles se pasó la vida proponiendo cosas diferentes y nuevas, y eso no es fácil de asimilar para nadie, pero eso es otra historia.



Por eso, decía, mienten. Mienten los que dicen que la música es un lenguaje universal. La música es un lenguaje, como cualquier otro, de complicidades, un lenguaje en el que vos y yo, ustedes y nosotros, nos entendemos y compartimos, pero que no compartimos con otros, que no compartimos con todos, y es en ese punto, en ese lugar, donde la música se convierte en una maldición de Babel como la de los idiomas: estamos condenados a no entendernos, a no disfrutarnos todos y en todo momento, a dispersarnos por el mundo de los sonidos como Babel se dispersó en el mundo de los idiomas. Condenados a no comprendernos, a no gozarnos.



(Músicos, de Itati Acuña)
Y lo que yo me pregunto, a veces me pregunto, es si está mal que sea así, pero también me pregunto si tiene algún sentido preguntarse si está mal o está bien. Lo que yo me pregunto, digo de una vez, es si no podríamos intentar una vez, cada vez, todas las veces, internarnos en algún otro de esos territorios de la música como nos internamos en otros países, en otros idiomas, y tratamos de entenderlos, tratamos de disfrutar y disfrutarlos, de gozar de sus comidas, de sus sabores, de sus aromas… de sus músicas.



Porque la música no es, claro que no, un lenguaje universal. La música es un montón de lenguajes particulares, minúsculos, sociales pero al mismo tiempo individuales, un montón de sonoridades, un montón de ecos, y se me ocurre que es maravillosa la posibilidad de perderse entre esos ecos, entre esos distintos universos que son las distintas músicas, y pasar de uno a otro, entrar a uno, cualquiera, y salir en otro, cualquiera.

Porque la música, decía, digo, no es un lenguaje universal. Lo universal, en todo caso, somos nosotros. Y es en nosotros donde pueden estar todas las músicas, es en nosotros donde puede estar la música. No es poco.


(Este texto se publicó originalmente en el blog de Domo)

domingo, 13 de julio de 2014

Fragmentos




Ornitología evolutiva
El secreto de la vida fue descubierto en 1647 por un sabio holandés (como varios de esos tiempos) y oculto entre las páginas de un manuscrito sánscrito.
A diferencia de lo que la opinión generalizada cree suponer, todo ser humano se encuentra en posesión de él durante un lapso histórico que raras veces supera el siglo.
El sabio holandés falleció. Hay más datos acerca de su biografía.


Vida diaria (para la sección de homenajes)
–Ya no hay gastronomía como entonces –dijo Pedersen.
–Es cierto, es cierto –replicó ingenuamente Antíope.
–Servime un cuento, ¿querés? –urgió Pedersen.
–Ahora voy –fue la respuesta espasmódica de Antíope.

Física elemental
En el mundo del cual veníamos, la velocidad de la luz superaba a la propia luz hasta llegar a la oscuridad más completa.

Creaciones
El fragmento de un fragmento, acaso sea más pequeño que el cosmos.