domingo, 25 de febrero de 2018

En la cuerda floja



Me fascina pensar que la palabra que se escribe, que en ocasiones parece relatar el pasado e inscribirse en él, se dirige siempre, inevitablemente, y le susurra, al futuro.

Cada palabra que se escribe es un paso en esa cuerda floja que va desde quién sabe dónde hasta quién sabe cuándo.

Cada palabra es parte de la magia y el misterio, necesarios, insondables, del presente.

martes, 16 de enero de 2018

Siempre me gustaron siempre



1.

Siempre me gustaron las palabras. Siempre. Una que me gusta de toda la vida es maravedí, quizá porque es larga y aguda y termina en vocal, que son tres cosas que cuando están juntas suenan a otro idioma, me parece, sobre todo en los sustantivos, como maracuyá o ajonjolí o tiramisú o chimpancé, tan onomatopéyica ella, tan onomatopéyica éllica, tan de tambores africanos, tan-chim-pan-cé. Con los verbos no me pasa lo mismo, aunque me encantan, como atravesaré o decuplicaré o salpimentaré. Pero la que me gusta de siempre es maravedí. Hace una eternidad, cuando escribía poesía, escribí una que en algún momento decía “y abrió los brazos para decir maravedí”. No me acuerdo del resto, pero esa imagen (que era mía de mí) me ha quedado grabada hasta ahora, muchos lustros después, con esas palabras. Lustro también es una palabra que me gusta, aunque solo cuando se refiere a los años, no cuando es verbo, que solo sirve para cacademias y zapatos.



2.

Hay ciudades a las que viajaría solo por cómo me gusta la sonoridad de su nombre, como Cartagena, y mucho más porque es de Indias, pero fundamentalmente porque se llama Cartagena. O Bucaramanga o Alicante o Estambul o Valparaíso, aunque en esta se cuela un poco lo que el nombre parece significar. O Guadalajara o Quetzaltenango o San Fernando del Valle de Catamarca, que más que decirse se canta.



3.

Y me gusta pensar en los sonidos y sus supuestos sentidos. Sur suena siempre a algo profundo. Esdrújulo también. Hace un montonazo de años, A. decía que no le parecía bien que se dijera “buen humor”, porque sonaba grave y serio, y que lo coherente sería hablar de “buen talante”, que suena a campanadas.



4.

Siempre me gustaron las palabras. El problema de los que gustamos de las palabras y malabareamos como palabristas, y el problema de los que trabajamos con las palabras y nos esforzamos como palabradores, es la posibilidad de quedar atrapados entre un sueño y otro, el riesgo de perder de vista el hecho de que las palabras tienen carne debajo de la piel, y de quedarnos solo con la piel, como entre un sueño y la realidad sin saber cuál es cuál.

Pero el problema, en todo caso, no es de las palabras, sino de nosotros, que a veces no somos más que palabra, porque desde el principio fue el verbo.



5.

Siempre me gustaron las palabras y siempre me gustó también jugar con las oraciones, que se forman con palabras. Las palabras me gustaron siempre y jugar con las oraciones que con palabras se forman siempre me gustó también. Gustáronme las palabras siempre y gustome siempre también con las oraciones que con palabras se forman jugar. Las gustaron siempre me palabras, palabras oraciones con se que también forman gustó siempre también me. Y ahí (decimos Baudrillard y yo, si se me permite) me caigo de la regla y se acaba el juego.




P. D. Este texto es apenas, inevitablemente, un primer borrador. Si estuviera escrito en una hoja de papel de verdá, me encantaría verlo extenderse en y con las palabras de otros en los márgenes. Como si este texto solo fuera (y fuera, solo) una primera pintada en una paré, y se le fueran sumando palabras, palabras, palabras, palabras, palabras, palabras, palabras. Digo, es un decir.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Desesperanzas



Nada se pierde en la traducción.

Solo ese incompatible espacio entre culturas.


Pero ese espacio es de las culturas, no de la traducción.

Y sin embargo, es precisamente el espacio de la desesperación, de la desesperanza, para los que traducimos.

Digo.