Entro al Teatro Colón
por el pasaje de los Carruajes. Voy a sacar entradas para… no sé, para
cualquier cosa, siempre me gusta sacar entradas ahí, para lo que sea, aunque
hay cosas, claro, que me gustan más que otras, y cosas que directamente no me
gustan.
Hago la fila. Somos
cinco o seis personas. Supongo que dos o tres estarán queriendo averiguar sobre
las tristes, miserables (y carísimas) visitas guiadas que el teatro “ofrece” en
esta triste, miserable época que está viviendo por culpa de una dirección espantosa que
parece querer destruirlo. Pero no es de eso de lo que quiero hablar hoy, porque
de todos modos el Colón es mucho más que algunos pocos hombres grises que por
ahora, solo por ahora, lo habitan. El Colón es luz, así que sé que ya desaparecerán,
como toda sombra.
Mientras espero, leo.
De pronto, detrás de mí, una voz, una voz infantil, dice, pregunta, por qué
estamos acá, mamá. Y una voz más adulta le dice que para sacar entradas para
ver un concierto, para escuchar algo muy lindo, porque este es un teatro muy
lindo. Me doy vuelta. La voz infantil me mira. La miro. Medio como que me enfrenta.
Este es un teatro muy lindo, le digo, el más lindo que hay en Buenos Aires, uno
de los más lindos del mundo, y además es un lugar mágico. Me mira. Cómo que
mágico, mágico cómo. Mágico, le digo, mágico todo. Cuando vengas al concierto
vas a ver, antes de que empiece, que hay algo raro, algo diferente, vos misma
te vas a dar cuenta, aunque no sepas bien qué es, pero cuando empiece lo vas a
saber, porque seguro seguro que vas a sentir la magia, y no es que alguien vaya
a hacer trucos ni que vayan a aparecer brujos ni varitas ni dragones ni nada de
eso, pero vas a ver que todo se transforma, que todo vibra de una manera
especial, que todo tiene luz. Vos misma vas a sentir la magia, porque de verdad
que este es un lugar mágico, le digo.
Es mi turno. Entro a
la boletería a sacar entradas para lo que voy a ver. Barenboim y la orquesta
del Diván haciendo fragmentos del Tristán de Wagner. Ya casi no queda nada.
Compro arriba, arriba de todo, en el Paraíso, eso que toda la vida llamamos el
gallinero. Hace años, muchos, muchos, que no voy al gallinero, pero quiero. Compro
mi entrada. Cuando me estoy yendo, veo que la madre y la hija están comprando
sus entradas. No sé qué irán a ver.
Termina la función. Busco
con la mirada, entre las más de tres mil personas que llenan el teatro, a esa
nena. No la veo. ¿Estará ahí? No tengo manera de saberlo. Ojalá que sí, ojalá
que haya estado ahí, en esa misma función, o en otra, en cualquier otra. Ojalá
haya sentido la magia. No. Ojalá no. Si estuvo ahí, un día, cualquier día, sé
que la sintió, y también sé que ese día, de una u otra manera, ella estuvo conmigo,
y sé que yo estuve con ella en su función. Creo que sonrío.
Cruzo caminando la
plaza Lavalle, frente al teatro. Nada mejor me podría estar pasando. Acabo de
vivir, estoy viviendo, la magia.
P.D. Este texto juega también con En el camino (3), que publiqué en febrero de este año.
---
P.D. Este texto juega también con En el camino (3), que publiqué en febrero de este año.
4 comentarios:
Me encantó el relato. Felicitaciones y Gracias! Arturo.
me encantó saludos
Nunca fui al Colon, por lo tanto, busca una función mágica, así vamos. Aunque cualquiera, supongo, lo sería.
Alguna vez, en tu casa, o en la de tus padres en ese entonces, escuchamos un LP de el "famoso" Adagio de Albinoni. Y vos lo comentaste. Estaba Brato también. ¿Te acordás?
El tiempo también puede destruirse.
:)
Publicar un comentario