lunes, 6 de enero de 2014

En el camino (1)





Los viajes tienen la costumbre de comenzar antes del comienzo y terminar mucho después de haber terminado. Hay cosas que pasan antes de los viajes que son, claramente, parte del viaje mismo, y en ocasiones, muchas, un recuerdo de viaje no es apenas una imagen fugaz, sino una presencia tangible que encarna realmente en el momento de la evocación.


Como estaba (yo) a punto de  viajar al otro lado del charco grande, un día de diciembre, a una hora cualquiera de la tarde, una vez, un día, fui a tramitar la licencia de conducir internacional, trámite inútil e intrascendente, dicen, pero trámite necesario, en ocasiones, dicen. Cuando llegué, el inmenso salón del Automóvil Club estaba prácticamente vacío. Alguien esperaba, alguien pagaba algo en el otro extremo de la sala, alguien llevaba unos papeles de aquí para allá, y yastá, nada más, nadie más. Me senté a esperar. Pocos minutos después, me atendieron, recorrí todo el proceso en un cuarto de hora o poco más y volví a sentarme en el sector de espera porque pronto estaría listo el documento. Cuando estaba por sentarme, vi que había otra persona ahí. Una persona. Una sola. Una entre unos doce millones posibles en Buenos Aires y alrededores. Una que justo había ido a tramitar el mismo documento que yo a (casi) la misma hora que yo. Y, casimposiblemente, una persona a la que yo conocía. Sí, la conocía. Yo conocía a esa persona. Y no solo eso. Era una persona con la que me había pasado años discutiendo en foros de debate y listas de distribución de Interné sobre temas de lengua, sobre traducción, sobre música (ejque le gusta la ópera italiana, y a mí la verdá que, hechas las salvedades correspondientes, tanto bombo y platillo…). Discutiendo, digo. Años. Y mucho. Y a veces, mal, feo. O sea, una persona que no tenía ninguna obligación de nada hacia mí (ni yo hacia ella), más allá de cierta esperable cortesía caballeresca. Además, una persona de la que yo hacía mucho que no sabía nada, dado mi feliz semiostracismo  de ciertos circos que solía frecuentar, y que cada vez menos.


Vuelvo al presente, es decir, al pasado, es decir, a ese día de principios de diciembre. Lo saludo. Me saluda. La pregunta inmediata y obligada en ese lugar es, claro, la que nos hacemos: ¿dónde vas? A Monterrey, me dice, a pasar la Navidá. Pues yo la voy a pasar en los Vosgos, o quizá en Praga, o por ahí, le digo. Me apunta con el dedo y me dice con tono apremiante, casi conminatorio, tenés casa en Viena, y no es retórico. (Paréntesis aclaratorio imprescindible: vivió años en Viena y conserva un bulín frente al Danubio). Le digo que el viaje está bastante armado y que es dudoso que Viena quede en el camino, pero que gracias, gracias denserio. Lo llaman para empezar su trámite, me llaman para terminar el mío, nos saludamos, nos deseamos buen año y me repite que tengo casa en Viena, y que no es camelo (usa el mismo dedo conminatorio, o quizá era la pipa). (Me quedo pensando en cuánto se usará ahora entre las generaciones más jóvenes la palabra camelo de la forma en que la usábamos y usamos los que ya hemos pasado el lustro de décadas, o la decena de lustros). Me voy del Automóvil Clu, feliz con mi documento nuevo en la mano.



Llego a casa, aún pensando en la oferta del quía. Recuerdo todo lo que discutimos, y cuánto, durante años, y vuelvo a tomar conciencia de que no tenía ninguna necesidá, ningún motivo, pa ofrecerme nada, pero lo hizo. Le escribo para decirle lo que ya le había dicho: que no voy a Viena, pero que mi agradecimiento por su generosidá no es menor por eso. Me responde que está bien, pero que si cambio de plan, ahí está su casa a disposición, y agrega la dirección.



Los viajes, decía, comienzan antes de comenzar, y ciertos instantes, ciertos eventos, son, más que augurios, actos profunda y agradablemente significativos. Este viaje empezaba con alguien tendiendo una mano amiga hacia mí, porque sí. No podía empezar mejor.



Dos días después, los planes cambiaron. (Es curioso: uno suele sentirse perturbado, molesto o incluso irritado cuando las cosas no salen como las había planeado, aunque todos sabemos que a veces los vuelcos inesperados resultan favorables, faustos). Volví a escribirle, pero esta vez para decirle que, si la oferta seguía en pie, finalmente sí, iría a Viena. Como respuesta, recibí los datos y detalles de la vivienda más una notable cantidad de sugerencias para aprovechar la ciudá. Por ejemplo, literalmente: “Si estás un domingo por la mañana, a seis cuadras de casa está la Jesuitenkirche: misa de Mozart, Haydn, Schubert o algún otro coso a las 10:30, vale la pena!!!!”.

Estuve en Viena. Estuve en su casa, en Viena. Estuve un domingo por la mañana a seis cuadras de su casa, en Viena, en la Jesuitenkirche, en una de esas misas. Y estuve también en esa misma iglesia la noche de Navidad escuchando la Misa de Coronación de Mozart. Y dos días antes o después de eso estuve en Fidelio en la Staatsoper de Viena, en una gozosísima experiencia que ya contaré.





Quiero decir, en un viaje en el que Viena no estaba siquiera en el mapa, Viena terminó siendo para para mí una profunda vivencia de placer, de plenitú, de alegría, gracias a que Sergio Viaggio se cruzó un día de diciembre, de casualidá nomás, conmigo, en el Automóvil Clu de Güenosaire.






3 comentarios:

Javier Dávila dijo...

Lamento mucho ese ostracismo creciente tuyo, Miguel, pero por otro lado, es siempre un placer leer tu prosa tan personal y estimulante.

TEXTO SENTIDO dijo...

Con ese apellido... ¡cómo no iba a influir en tu viaggio! Lástima que no te cruzaste a la vez conmigo, porque entre el Via y la Gra, la agradecida iba a ser tu jermu.

Aristóbula. dijo...

Es bueno leerte, Michael. Saludos desde the Land of Oz. Que no te confunda mi pseudonym. Soy la misma traductora Rozada de antes...