martes, 24 de julio de 2012

Para besar a la amada


Uno de los grandes poetas del hebreo, Jaim Bialik, decía que “leer un poema en una traducción, incluso la mejor, es como besar a la amada a través de un velo”. La idea no es extraña ni novedosa para los hispanohablantes, porque hace ya más de 400 años un hidalgo manchego de cuyo nombre no quiero acordarme había dicho que “el traducir de una lengua a otra es como quien mira los tapices flamencos por el revés: aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las oscurecen, y no se ven con la lisura y tez de la haz”.

En algunas formas de traducción quizá no sea tan importante ni conflictivo que la trama quede en evidencia, que se bese a la amada a través de un velo, pero en la traducción de poesía, que por lo general exige la creación de climas y atmósferas peculiares, es necesario que ese velo que, en la palabra, opaca la lectura, no se convierta en la supuesta amada y nos impida ver, sentir, a la amada real. Por eso, la traducción del poema debe ser, sencillamente, otro poema. Por lo tanto, de alguna manera, el traductor de poesía no puede sino ser un poeta él mismo.

Pero ¿acaso es suficiente esta condición para que sus traducciones sean buenas? Quizá el traductor-poeta impregne el texto de su propio estilo, aunque sea de manera involuntaria. Quizá su propia pluma le impida seguir los senderos que otro ha elegido y le haga decidir, conscientemente o no, transitar una vez más por sus propios caminos. Es posible que su propia experiencia previa con la materia poética lo condicione de tal modo que no sepa cómo evitarse a sí mismo, cómo no caer en sus propios recursos expresivos, en sus ritmos líricos personales.

Pero, por el otro lado, si el traductor no es poeta, o si no tiene el tipo de sensibilidad que la poesía requiere, y que esa poesía requiere, quizá tampoco pueda evitar que el velo oscurezca del todo el original.

Muchas preguntas, muchos quizás, pero una cosa es segura: hay en el mundo tan pocos grandes poetas como traductores capaces de enfrentarse a su obra y sobrevivir con dignidad literaria el desafío de traducirla. Y el placer. Pero de eso, del placer, digo, hablaremos otro día. Quizá. Como el placer.

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