A
O. Paz; a Olaf S.
Vivíamos entonces
por los comienzos de un universo que aun allí, en la gran fiesta, apenas si nos
atrevíamos a inventar.
Y siempre
inventarlos era para nosotros un poco como inventariarlos, se nos imponía la
tristeza del armario gris de los universos ya creados. Así y todo, era para
nosotros indecible la alegría del momento, dicho esto, naturalmente, sin
connotación real alguna.
No era fácil
decidir en qué lugar situar los planetas; ni siquiera sabíamos si ubicarlos o
dejarlos en espera en el archivo de universos por crear, para algún día, tal
vez, de improviso, saber reconocer que ese era el mundo necesitado por aquel
espacio del cosmos y lanzarlo entonces como una bola de billar que no se atreve
a discutir los designios del gran jugador.
Así nos sentíamos,
un poco el gran jugador decidiendo cuándos y dóndes, y porqués, en el caso de
que decidiéramos decidirnos por darle uno.
En general
preferíamos inventar universos en los cuales ningún dotado se llegara jamás a
plantear la palabra del origen, donde todo siempre pareciera haber existido con
la eternidad, como nosotros. Universos eternos y de mutación perpetua, y esto
último a veces también a pesar de nuestros esfuerzos, que jamás hasta entonces
habíamos logrado establecer un modelo cósmico inmutable. Inevitablemente, una
fractura se nos colaba siempre por algún resquicio y el universo se nos iba de
las manos, y a veces hasta le perdíamos el rastro entre el cúmulo de bolas de
barro y piedra que íbamos sembrando a nuestro paso. Ahí quizá la única de
nuestras inmutabilidades, la fractura permanente en el lugar impensado, y ahí
el instante supremo de la fiesta, bebiéndonos el vino de los condenados,
derramándolo por los lados de nuestros rostros, convencidos de la eternidad del
ritual, agobiados de luz, hartos de misericordia en nuestras manos, soberbios,
bestiales.
Siempre
inventábamos el que pensábamos sería nuestro último universo, creábamos como
muriéndonos en cada creación, y era imposible detenernos entonces. Tan tenaz
era la confianza que teníamos en nuestra inmortalidad que esperábamos la muerte
a cada instante, dicho sea sin connotación, ya que el tiempo no era forma
pertinente a nosotros. De hecho, nos excedía y lo excedíamos; fabricábamos
tiempo cuando echábamos a rodar un universo en el que de improviso nos
hallábamos rodando, desesperadamente en busca de nuestro propio aire e
incapaces de encontrarlo fuera del ágora de nuestros objetos mágicos. De
pronto, nada nos era posible fuera del barro con que nos habíamos ensuciado las
manos para iluminar el último de los universos. Siempre era el último.
Y luego otro, uno
nuevo en cuanto alguno de nosotros se aventuraba a mirar hacia el archivo de
los conceptos posibles y sonreía como en un nacimiento y arrojaba la palabra
que nos lanzaba a otro universo recién existiendo. Y entonces la fiesta.
Siempre así,
inabordable, nos resultaba la angustia del principio, el gran jugador frente al
tablero ineludible, dispuesto a develar su partida, nunca la suya porque
siempre la misma repetida como si fuera la primera, que no otra cosa que un
ajedrez inevitablemente igual a sí mismo, a su rostro hecho mujer, aquel en el
que cubríamos con vidas iguales a vidas los planetas aún ahogándose en su
propio vacío, en el parpadear anterior a abrirse como talismanes relumbrantes,
diseños mágicos descascarándose ante nuestros ojos, maravillados en medio del
camino, la selva oscura, un caos en sí mismo y la estrella danzante, el hombre
alejándose con sus cabellos como surgiendo del ala de su sombrero, el bastón
inacabable y nosotros también inacabables fluyendo del bastón, fluyendo, en la
gran fiesta fluyendo, apenas si por los comienzos de un inventar que nos
animábamos a universo.
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