En toda traducción existe, inevitablemente,
una continua tensión entre la fidelidad al autor (o al texto) y la fidelidad al
lector. En el último siglo, los traductores y la sociedad en general han favorecido
y enaltecido la segunda perspectiva: se traduce pa los lectores. Esta posición,
que hoy suena casi obvia y elemental, suele asociarse a la idea de que al
lector del texto traducido la obra le debe sonar tan natural (o, según el caso,
tan poco natural) como suena en el idioma original.
Algunas voces respetadas y respetables, como las de Vladimir
Nabokov y Walter Benjamin, entre otros, se han expresado claramente en contra
de esta concepción: en La tarea del
traductor, Benjamin dice que la función del traductor es encontrar en la
lengua de la traducción una actitud que pueda “despertar en esa lengua un eco
del original”, y agrega que decir que una traducción se lee “como un original
escrito en la lengua a la que fue vertido” no es el mejor elogio que se le
puede hacer; dice también que la traducción literal es la que garantiza la
fidelidad y que “la verdadera traducción es transparente, no cubre el original,
no le hace sombra”. Sin embargo, creo que podemos afirmar que hoy la mayoría de
los traductores enciende sus velas ante el altar de la “naturalidad” en la
lengua de la traducción.
Pero se me ocurre que, como decía mi papá (y también,
sin duda, muchísimos otros papases), “las cosas no son ni muy muy ni tan tan”.
En una traducción de poesía –para tomar el extremo más
expresivo del continuo–, la fidelidad al autor (o al texto, como decía) es casi
una condición necesaria, con todos los matices que esta fidelidad pueda
implicar, que van desde cuestiones relacionadas con la rima y la métrica
hasta referencias culturales implícitas, pero, más allá de ellas, es evidente
que no podemos (¿no podemos?) traducir un haiku japonés como si se tratara de
un texto en prosa cortito, aunque la forma poética oriental en cuestión sea
absolutamente desconocida por los lectores de la lengua de destino. Ejque, en
casos como ese, la forma es parte inescindible del contenido (casi podríamos
decir que la forma es el contenido),
y no se cuenta entre las atribuciones del traductor el derecho a alterarla,
aunque esa forma no sea, pa los lectores finales, tan abiertamente comprensible
y natural como lo es en la lengua original.
Claro que no sucederá lo mismo, por ejemplo, con un
manual de instrucciones de un lavavajillas: aunque en su país de fabricación
esos manuales se escriban en verso y con rima consonante, los traductores a lenguas
como el español (o, mejor dicho, los traductores a culturas hispanohablantes) deberán,
sin duda, convertir esos textos líricos en la más prosaica prosa, dado que esa
es la forma que será “natural”, o esperable, para sus lectores. Difícilmente pueda
incluir un manual de ese tipo en castellano instrucciones como la siguiente:
De la cocina en
el ángulo claro
Presentado en forma sencilla
Con la puerta frontal entreabierta
Colóquese el lavavajilla.
Presentado en forma sencilla
Con la puerta frontal entreabierta
Colóquese el lavavajilla.
Digo, quiero decir, que no hay fórmulas únicas
posibles cuando se habla de traducción (ni de nada, shaquestamos), y que
traducción significa muchas cosas, muy distintas, y muchas formas, muy
distintas, y que no hay generalizaciones posibles, ni siquiera aquellas tan
vacilantes y ambiguas como las que acá, querido blo, estoy garabateando, en la
llovizna de este invierno en Buenos Aires, casi como la niña lluvia. Ojalá.
(Ilustración: Niña lluvia, Itati Acuña)
(Ilustración: Niña lluvia, Itati Acuña)