En un ensayo titulado “De la seducción”, Jean Baudrillard
señala una diferencia crucial entre la
ley y la regla, y me parece que
los que traducimos, cuando traducimos, tenemos que estar más conscientes de esa
distinción que de la diferenciación entre "correcto" e "incorrecto".
Dice Baudrillard que la ley (es decir, la norma prescriptiva) es, por su propia naturaleza,
algo que se puede transgredir. Al fijar una norma, queda claro que hay otras
posibilidades existentes para lo que esa norma prohíbe, pero la norma no las
permite. Cito a Baudrillard: “La ley, sea la del significante, la de la
castración o la de la prohibición social, al pretenderse el signo discursivo de
una instancia legal, de una verdad oculta, siempre instaura la prohibición”. Es
decir, la ley prohíbe... pero lo que la ley prohíbe no es algo
que no se puede hacer: no está
permitido hacerlo para quienes decidan someterse a esa ley, pero es posible
hacerlo. Insisto: cualquiera puede hacer lo que la ley dice que no se puede
hacer, ergo, la ley se puede transgredir. ¡Pero la regla no! Porque la regla
es constitutiva de la situación, y si la regla no se cumple, no hay juego, no
hay sistema, es decir, no se comparte lo que es imprescindible compartir para que haya un sistema. Si yo
digo: “Juguemos al ajedrez; yo juego con blancas y vos jugá con negras”, y pongo
sobre el tablero unas piezas redondas y planas, todas iguales, no voy a poder jugar al ajedrez. Voy a poder jugar a otra cosa, quizá,
pero no al ajedrez. La regla tiene que cumplirse indefectiblemente. No puede
transgredirse, porque, si se la transgrede, se sale del juego.
El juego es, en nuestro caso, la comunicación. Y la
comunicación también tiene reglas que tienen que cumplirse y, a veces, normas
que, como dijimos, pueden transgredirse. Si no, ese juego no es ese juego, y
esa comunicación no es esa comunicación. Es decir, si yo uso palabras
inventadas por mí o que solo yo uso, si uso estructuras o desestructuras
inventadas por mí y que solo yo uso, si uso tiempos verbales que nadie más usa
como yo, y no cumplo así las reglas del juego, no se va a producir la
comunicación (al menos, no como se supone que la quiero establecer). Por ejemplo, supongamos que
digo: “¿Cafta binste mañana estímaca
tarponelio en id castumbre”? Y supongamos, claro, que eso que estoy
diciendo no es, al menos en mi intención, un montón de ruidos, sino que estoy
queriendo decir algo, transmitir un mensaje. ¿Estoy comunicando ese algo? No,
¿verdad? ¿Por qué? Porque no estoy cumpliendo las reglas que sí o sí hay que
cumplir para que haya comunicación. Peeeero... supongamos que, por otro lado, digo: “Si querís venir mañana, no creo que haiga
problema”. O que digo: “Si habría tenido guita, me habría comprado ese saco”.
¿Hay comunicación? Sí. ¿Y qué es lo notable? Que lo que estoy violando aquí son
las normas del idioma, no las reglas. Las reglas, como decía, son imposibles
de transgredir sin salirse del juego (de la comunicación); las normas, como
vemos, se pueden transgredir.
Ese aspecto clave de la situación comunicativa suele perderse de vista cuando se piensa en términos de “bien-mal”, “correcto-incorrecto” u otras abstracciones semejantes. Pensar en esos términos, o, al menos, pensar esencialmente en esos términos, es un obstáculo para el análisis de la comunicación. Creo. Digo.
Ese aspecto clave de la situación comunicativa suele perderse de vista cuando se piensa en términos de “bien-mal”, “correcto-incorrecto” u otras abstracciones semejantes. Pensar en esos términos, o, al menos, pensar esencialmente en esos términos, es un obstáculo para el análisis de la comunicación. Creo. Digo.
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