jueves, 8 de agosto de 2013

De la normalidad y otras paparruchadas



Dicen, muchos de los que creen que en la lengua castellana existe una cosa llamada “normalidad”, que el orden “normal” de la oración es sujeto-predicado, y que el orden “normal” del predicado es verbo-complementos, y que el orden “normal” de los complementos es directo-indirecto-circunstanciales, y que el orden “normal” de los circunstanciales es modo-lugar-tiempo, oséase, cómo-dónde-cuándo.
E’cir, porjemplo, dicen que lo “normal” es decir que “el hombre compraba libros  vorazmente en la librería de su barrio todas las semanas” (si es que comprar libros vorazmente es algo a lo que pueda llamarse normal), y que no es normal decir “compraba el hombre vorazmente libros en la librería de su barrio todas las semanas”, o cosas parecidas. Hay, dicen los que creen en esas paparruchadas, un orden que es “normal” en las oraciones, y dicen que ese orden es ese, o algo así. Siempre. Definitivo. Acsoluto.

Dicen por otro lado, a veces los mismos y a veces otros, que quizá una de las formas menos convencionales, menos ortodoxas, menos regidas por normas y normalidades de usar la lengua es la poesía.
Dicen también que el Romanticismo fue un movimiento que se opuso a (o quizá podamos decir mejor que “quiso diferenciarse claramente de”) el Clasicismo. Y en sus últimos estertores dio poetas  como el a veces amado y a veces despreciado Gustavo Adolfo. Y lo que me importa para lo que quiero decir es que el tal Gustavo Adolfo puso en negro sobre blanco en sus rimas, esas que algunos estudiábamos en la escuela, esa subversión de las normas y las formas en favor de la más profunda, la más rica, la más bella expresividad. Y lo que logró fue mostrarnos el otro lado de nuestra propia lengua, un otro lado que está en la propia lengua y es pura normalidad, bella normalidad.

Lo que quiero decir es que una oración que “normalmente” (de acuerdo con el criterio de “normalidad” de los mausoleos del autoritarismo lingüístico) se expresaría como “El arpa se veía silenciosa y cubierta de polvo, tal vez olvidada de su dueño, en el ángulo oscuro del salón”, Gustavo Adolfo la dio vuelta como una media, invirtió de punta a punta ese orden dizque “normal” de la oración, y lo que produjo fue…  castellano del más  expresivo, del más representativo de la “normalidad” a la que cualquier hablante que ama la lengua aspira, es decir, lo que produjo fue la normalidad de la belleza en la claridad sonora de la expresión, cuando escribió:

                         Del salón en el ángulo oscuro
                         de su dueño tal vez olvidada
                         silenciosa y cubierta de polvo
                         veíase el arpa

Nota del bloguero: Nunca me gustó Becker. Supongo que seguirá sin gustarme. Pero me saco el sombrero con la más profunda y conmovida admiración ante algunos tipos que nunca me gustaron, que supongo que seguirán sin gustarme, pero que me seguirán enseñando y deleitando.

miércoles, 10 de julio de 2013

Brolis



A J.C., claro



Los librófilos somos bichos raros. Digo los librófilos, no los bibliófilos, porque los bibliófilos son otra cosa. Digo, me parece. Los bibliófilos son gente de esa que cuando pone los libros en la biblioteca lo hace de una forma que un librófilo jamás. No es que esté mejor ni que sea más útil ni más conveniente ni más no sé qué, o quizá sí, ser una cosa que la otra, sino que… bueno, que, decididamente, la forma en que un librófilo organiza su biblioteca no es de esas que un bibliófilo llamaría “organizar”. Y no ejque los bibliófilos tengan formas de organización de bibliotecas únicas, inmutables, definitivas y acsolutas. No, no, nada deso. Es otra cosa. Hay bibliófilos que organizan sus bibliotecas temáticamente, por caso, y esos son los cientificistas, y otros que las ordenan alfabéticamente, que son los diccionaristas, y que así encuentran de pronto a Saussure al lado de Sábato y de Shakespeare y de Saramago y de una biografía de Schubert de autor desconocido y de la colección completa del Sauerkraut Post (los bibliófilos son capaces de casi cualquier cosa, se sabe), y el Corominas al lado de Cortázar y de Haroldo Conti y de Conrad, lo que después de todo tampoco está tan mal, pero por razones que los bibliófilos jamás entenderán.



Los librófilos, en cambio, tendemos a organizar nuestras bibliotecas de maneras que no son, sindudamente, razonables ni sensatas, pero que son lo que nosotros consideramos obvias. Y a veces coinciden, claro, con las de los bibliófilos. Por ejemplo, ¿cómo no va a estar el Corominas al lado de Cortázar, si los dos jugaban a jugar con las palabras? ¿Y cómo no va a estar Conrad con Cortázar, si Cortázar…? Claro que por eso mismo, al lado de Cortázar, Corominas y Conrad, un librófilo (uno, no otro) pone a Borges, y ahí es donde la geometría del bibliófilo se va al reverendo carajo y hasta los estantes se quejan de que así no se entiende nada. Pero para el librófilo ubicar ese libro ahí es… obvio.


Una vez que un librófilo tiene organizada su biblioteca personal, que por lo general no está en un solo lugar de la casa, sino en diversos segmentos espaciales, que pueden incluir alguna parte del baño, alguna de la cocina, un rincón del armario de la ropa de fuera de estación y otros confines, una vez que tiene organizada su biblioteca, decía, el universo parece para él adquirir un orden perfecto, acsoluto. No porque vaya a encontrar los libros cuando los busque, nada deso, sino porque los libros estarán en el lugar en el que deban estar, aunque nadie, insisto, vaya a encontrar nunca jamás el libro buscado cuando lo esté buscando, sino solo y precisamente en el momento adecuado, oséase, que un libro se encuentra cuando se lo encuentra, no cuando se lo busca. Por algo “buscar” y “encontrar” son verbos distintos y pertenecen a campos sintácticos distintos: el buscar es del sujeto, el encontrar es del objeto. Si yo busco un libro es una cosa; si lo encuentro, otra muy distinta. Pues bien, con las bibliotecas de los librófilos pasa exactamente eso: son bibliotecas perfectas, en las que todo está exactamente donde debe estar, pero encontrar… encontrar es otra cosa, encontrar pertenece a otro código de comunicación, que al librófilo no le interesa: al librófilo le gusta poner los libros donde deben ir, no donde se los debe encontrar, ¿se entiende? Supongo que sí. O, al menos, supongo que cualquier librófilo que se precie lo entiende. Los bibliófilos no, probablemente, pero sabido es que los bibliófilos no entienden: los bibliófilos ordenan, organizan, oran. Sí, oran, porque los bibliófilos son naturalmente religiosos y profesan alguna religión institucionalizada, aunque más no sea la del libro. Los librófilos también creemos en los libros, claro, pero hasta ahí nomás: sabemos que, decía Oliverio, en cierto momento un libro no es más que un objeto que impide ver la luz.


Reorganizar una biblioteca personal, para un librófilo, es uno de los problemas más graves a los que puede enfrentarse en su líbrica existencia, y en particular ante una mudanza residencial, porque los ámbitos y espacios de la biblioteca ineluctablemente cambiarán: no habrá los mismos lugares, los mismos rincones, los mismos confines, y así incluso los libros mismos pasarán a ser otros, y quizá el librófilo decida poner novelas con novelas, poesías con poesías, ensayos con ensayos, diccionarios con diccionarios… hasta que se enfrente a un libro que no encaje plenamente en ninguna de las etiquetas. Que puede ser cualquiera, porque, después de todo, ¿quién es capaz de decir y sostener con argumentos válidos y coherentes que Moby Dick no es un ensayo, que la Biblia no es una novela, que el Adán Buenosayres no es cartografía?



Entonces el librófilo empezará una vez más el camino de organización perfecta del universo líbrico, e irá poniendo los libros en el lugar que corresponda, hasta que todos vuelvan a quedar exactamente donde deben estar, y donde se los encontrará cuando se los encuentre, no cuando se los busque, porque, como ya sabemos… Y así.


jueves, 27 de junio de 2013

La consagración



Cuentan que el día de su estreno, hace apenas más de un siglo, el 29 de mayo de 1913, fue un escándalo. Cuentan que a nadie le gustó. O que a muchos sí, pero a muchos no, y que entre estos últimos, los que no, estaba Saint-Saëns, que ya era el gran Saint-Saëns, quien, horrorizado, en cuanto oyó el comienzo, preguntó casi a los gritos qué instrumento era ese, y que fue Ravel el que le contestó: “Un fagot, pero en una tonalidad irreconocible”. Claro que Ravel, que ya era Ravel pero que todavía no era Ravel de la manera en que Saint-Saëns ya era, sí, Saint-Saëns, estaba en el otro grupo, el de los que se habían enamorado de la obra en cuanto empezó a sonar.  En algún sitio de Internet pueden oírse grabaciones del público enojado ese día, del escándalo de ese día, que ha dejado ecos que reverberan hasta hoy, pero que, a esta altura, son solo eso, ecos. Porque las cosas cambian.



Un siglo después, al menos, las cosas han cambiado mucho. Ahora, aquello que tanta conmoción causó en la París de comienzos del siglo XX se programa habitualmente en las salas de conciertos del mundo. Y más si se cumplen cien años de su estreno (por esa extraña devoción por el sistema decimal que tenemos algunos humanos y de la que hablaba Borges). La cuestión ejque el mes pasau la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires tocó, para celebrar los cien años de la obra, “La consagración de la primavera”, de Igor Stravinsky. Para mí, abonau al ciclo de conciertos anual de la Filarmónica hace añares, la ocasión era, de por sí, una fiesta, pero pensaba que no sería lo mismo para el resto de los abonados, porque, en mi prejuicioso imaginario, son un hato de conservadores tradicionalistas que solo aman la música que va del siglo XVII al XIX, con algunas pocas excepciones que incluyen del XX. Los conozco bien, porque, de hecho, yo mismo pertenecí a esas huestes durante gran parte de mi vida. Sin embargo, maravillosamente, llegué a comprobar que me había pasado la vida equivocado (que es una de las cosas de las que más disfruto, y eso es una suerte, porque tengo la costumbre de estar equivocado) y que mi  padre, mi viejo, sabía lo que (me) decía cuando yo, por ejemplo, le decía que Alban Berg no me gustaba, y él sonreía y me decía ya te va a gustar, o cuando yo le decía que de Sibelius me gustaban solo algunas cosas, y él sonreía y me decía ya te van a gustar más, o cuando yo le decía que los Planetas de Holst no me… Hace un par de meses, en hablando con su hermano, mi tío, le comentaba yo estas cosas y él me decía: “Ejque tu papá era muy moderno, ya entonces era muy moderno, siempre fue muy moderno”… y ahora, recién ahora, entiendo, por ejemplo, cómo y por qué, cuando apenas empezaban los años 60 del siglo XX y Mahler casi no se escuchaba aún en el universo, en mi casa familiar era sonido cotidiano. Y en mi casa familiar, la actual, más de medio siglo después, lo sigue siendo. Bueno, claro, Mahler. Pero Mahler, ya lo he contau en este blo, me gusta desde siempre, pero Stravinsky…



El teatro, el Colón, esta vez, estaba repleto, desbordante, fascinantemente lleno de gente. Claro que muchos, muchísimos, eran jóvenes de esos que no suelen asistir a ese lugar, aunque indudablemente no menos conocedores que los habitués tradicionales. En todo caso, mucho más: por lo que podía entreoír en sus conversaciones, muchos eran músicos. Y jóvenes, muy jóvenes. Porque evidentemente Stravinsky, cien años después, sigue sonando moderno, sigue sonando joven.


El clima en la sala no era el de siempre. Era mejor. Era de celebración, de ritual. Cosa lógica, si se piensa en lo que se iba a interpretar. En cierto momento la acomodadora apuntó con su acusadora linterna a varios de los jóvenes que había detrás mío de mí, de pie, en la Tertulia, y, al ver que habían colgado sacos y camperas en la baranda, los conminó: “No pueden estar los abrigos colgados”, dijo y repitió: "No pueden estar los abrigos colgados". Y se fue. Uno de los jóvenes, que estaba ahí de fiesta, de celebración, de ritual, y que no estaba dispuesto a permitir que ninguna amargura le arruinara la noche, sonrió y dijo: “Dice que no pueden entrar los amigos colados”. No pueden estar los abrigos colgados, no pueden entrar los amigos colados. La risa fue general en la zona. Ejque la fiesta era general en el teatro. Y la Consagración todavía no había empezado. O quizá sí.



Después entró Diemecke, se puso frente a la orquesta y fue la hora del ritual en sí. La Filarmónica sonó como viene sonando hace tiempo, maravillosamente bien. Hicieron una interpretación totalmente memorable de la Consagración. Yo fui feliz de punta a punta, desde que comenzó hasta que terminó, y después también, en el viaje de regreso a casa y, si se quiere, hasta ahora, que ejcribo esto en el recuerdo. Y los músicos también, se les notaba.



Sé que a mi viejo, el moderno, le hubiera encantado estar ahí conmigo, en la sala, ese día, en ese concierto. Yo estuve con él.



Posdata: días antes del concierto, le hice escuchar a mi hijo adolescente, violinista que suele tocar beethovenmozarthaydnpurcellvivaldibachpaganiniytodo eso, el comienzo de la Consagración. No conocía la obra. Quedó fascinado, absolutamente fascinado por la modernidad de esa música. Yo estaba con él. Yo estuve con él.

jueves, 13 de junio de 2013

Crónicas (siempre marcianas)



Es una ciudá bellísima Rosario. Quizá sea porque es una ciudá universitaria. Me gustan las ciudades con universidades. Están llenas de gente joven y con ganas, gente que empieza a hacerse dueña del mundo, gente que se siente dueña del mundo, y la verdá ejque el mundo le pertenece. Las ciudades universitarias son ciudades que bullen, que hierven, que bailan, que vibran, que suenan. Y que por momentos, en ciertos resquicios de la semana, cuando los estudiantes parecen abandonarlas para volver a sus hogares familiares, se ocultan en los pliegues de sus silencios. Rosario es una de ellas. Y además está en las orillas del río Paraná, una vena abierta que desborda vida en la Argentina. Y la ciudá y el río saben que se pertenecen y juegan el juego de la vida juntos. Es maravilloso el río Paraná. Es una ciudá bellísima Rosario.


El fin de semana pasado estuve, como puede verse en la entrada anterior de este blo, en Rosario. Fui a hablar de algo de lo que sé un poquito para gentes que saben un poquito menos, fui con lo que creo que es la docencia: el lugar en el que hay uno que tiene una lámpara que puede iluminar un pedacito de territorio y la levanta para que los demás puedan ver ese territorio y para que esos demás le muestren cosas que él no había visto, ni vislumbrado, ni imaginado. Fui a compartir secretos y palabras, fui a trabajar en una de esas cosas que uno, en otra vida, haría gratis. En una vida en la que pudiera, digo.


Hablé de traducción audiovisual, conversación en la que vengo hace casi treinta años. Hablé para estudiantes y profesionales de la traducción, de la interpretación, de los idiomas. Se me acercó alguien, en algún momento, que me dijo que me había escuchado hablar de esto mismo hace como veinte años, y que se notaba que me seguía gustando, se notaba que me seguía apasionando la cosa, se notaba mi placer. Y me dejó pensando. Porque la verdá ejque el gusto, la pasión, el placer, no eran solo algo mío, sino algo que estaba en el ambiente. Yo esperaba unos treinta alumnos (era lo que, me habían dicho, habría). Fueron cerca de cien. Y el gusto, la pasión, el placer, decía, no eran míos, o no solamente, sino de eso que se estaba produciendo en el momento. Yo, que hacía dos o tres años que no hablaba de esto, no lo entendí del todo en el momento, pero lo veo ahora. Eso no fue un curso. Fue un ritual. Un ritual de iluminación. No es extraño, dado que hablábamos de cine y, sabido es, el cine es iluminación, es luz. O sea, es decir, me explico, no era yo el sacerdote de un culto ni de una enseñanza ni de nada. No era yo el iluminador de la sala de cine, siquiera. Era yo, sí, parte de una red interminable que en ese momento, en ese lugar, se había tramado y entramado para que todos aquellos que estábamos ahí, en ese instante, estuviéramos plenamente ahí, en ese instante, pasándola profundamente bien, descubriendo juntos el universo. Un pedacito de universo. El universo. Habrá habido durante el curso y el transcurso momentos más plenos, momentos más huecos, pero esas no fueron unas jornadas profesionales, eso no fue un curso, eso fue una fiesta. Y yo fui parte de ella. Fue en el Instituto San Bartolomé de Rosario, el antiguo colegio inglés, un lugar profundo, una llave del universo, entre tantas, en el centro de Rosario.



El viernes a la noche comí en un encantador restaurante del puerto de Rosario, a orillas del Paraná, un surubí a las brasas con sabayón de limón que todavía hoy, una semana después, sigo degustando en las papilas de mi memoria. Rosario, no sé si lo dije, es una ciudá bellísima.