jueves, 13 de junio de 2013

Crónicas (siempre marcianas)



Es una ciudá bellísima Rosario. Quizá sea porque es una ciudá universitaria. Me gustan las ciudades con universidades. Están llenas de gente joven y con ganas, gente que empieza a hacerse dueña del mundo, gente que se siente dueña del mundo, y la verdá ejque el mundo le pertenece. Las ciudades universitarias son ciudades que bullen, que hierven, que bailan, que vibran, que suenan. Y que por momentos, en ciertos resquicios de la semana, cuando los estudiantes parecen abandonarlas para volver a sus hogares familiares, se ocultan en los pliegues de sus silencios. Rosario es una de ellas. Y además está en las orillas del río Paraná, una vena abierta que desborda vida en la Argentina. Y la ciudá y el río saben que se pertenecen y juegan el juego de la vida juntos. Es maravilloso el río Paraná. Es una ciudá bellísima Rosario.


El fin de semana pasado estuve, como puede verse en la entrada anterior de este blo, en Rosario. Fui a hablar de algo de lo que sé un poquito para gentes que saben un poquito menos, fui con lo que creo que es la docencia: el lugar en el que hay uno que tiene una lámpara que puede iluminar un pedacito de territorio y la levanta para que los demás puedan ver ese territorio y para que esos demás le muestren cosas que él no había visto, ni vislumbrado, ni imaginado. Fui a compartir secretos y palabras, fui a trabajar en una de esas cosas que uno, en otra vida, haría gratis. En una vida en la que pudiera, digo.


Hablé de traducción audiovisual, conversación en la que vengo hace casi treinta años. Hablé para estudiantes y profesionales de la traducción, de la interpretación, de los idiomas. Se me acercó alguien, en algún momento, que me dijo que me había escuchado hablar de esto mismo hace como veinte años, y que se notaba que me seguía gustando, se notaba que me seguía apasionando la cosa, se notaba mi placer. Y me dejó pensando. Porque la verdá ejque el gusto, la pasión, el placer, no eran solo algo mío, sino algo que estaba en el ambiente. Yo esperaba unos treinta alumnos (era lo que, me habían dicho, habría). Fueron cerca de cien. Y el gusto, la pasión, el placer, decía, no eran míos, o no solamente, sino de eso que se estaba produciendo en el momento. Yo, que hacía dos o tres años que no hablaba de esto, no lo entendí del todo en el momento, pero lo veo ahora. Eso no fue un curso. Fue un ritual. Un ritual de iluminación. No es extraño, dado que hablábamos de cine y, sabido es, el cine es iluminación, es luz. O sea, es decir, me explico, no era yo el sacerdote de un culto ni de una enseñanza ni de nada. No era yo el iluminador de la sala de cine, siquiera. Era yo, sí, parte de una red interminable que en ese momento, en ese lugar, se había tramado y entramado para que todos aquellos que estábamos ahí, en ese instante, estuviéramos plenamente ahí, en ese instante, pasándola profundamente bien, descubriendo juntos el universo. Un pedacito de universo. El universo. Habrá habido durante el curso y el transcurso momentos más plenos, momentos más huecos, pero esas no fueron unas jornadas profesionales, eso no fue un curso, eso fue una fiesta. Y yo fui parte de ella. Fue en el Instituto San Bartolomé de Rosario, el antiguo colegio inglés, un lugar profundo, una llave del universo, entre tantas, en el centro de Rosario.



El viernes a la noche comí en un encantador restaurante del puerto de Rosario, a orillas del Paraná, un surubí a las brasas con sabayón de limón que todavía hoy, una semana después, sigo degustando en las papilas de mi memoria. Rosario, no sé si lo dije, es una ciudá bellísima.


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