Es una ciudá bellísima
Rosario. Quizá sea porque es una ciudá universitaria. Me gustan las ciudades
con universidades. Están llenas de gente joven y con ganas, gente que empieza a
hacerse dueña del mundo, gente que se siente dueña del mundo, y la verdá ejque el
mundo le pertenece. Las ciudades universitarias son ciudades que bullen, que
hierven, que bailan, que vibran, que suenan. Y que por momentos, en ciertos
resquicios de la semana, cuando los estudiantes parecen abandonarlas para
volver a sus hogares familiares, se ocultan en los pliegues de sus silencios. Rosario
es una de ellas. Y además está en las orillas del río Paraná, una vena abierta
que desborda vida en la Argentina. Y la ciudá y el río saben que se pertenecen
y juegan el juego de la vida juntos. Es maravilloso el río Paraná. Es una ciudá
bellísima Rosario.
El fin de semana
pasado estuve, como puede verse en la entrada anterior de este blo, en Rosario.
Fui a hablar de algo de lo que sé un poquito para gentes que saben un poquito
menos, fui con lo que creo que es la docencia: el lugar en el que hay uno que
tiene una lámpara que puede iluminar un pedacito de territorio y la levanta
para que los demás puedan ver ese territorio y para que esos demás le muestren
cosas que él no había visto, ni vislumbrado, ni imaginado. Fui a compartir
secretos y palabras, fui a trabajar en una de esas cosas que uno, en otra vida,
haría gratis. En una vida en la que pudiera, digo.
Hablé de traducción
audiovisual, conversación en la que vengo hace casi treinta años. Hablé para
estudiantes y profesionales de la traducción, de la interpretación, de los
idiomas. Se me acercó alguien, en algún momento, que me dijo que me había
escuchado hablar de esto mismo hace como veinte años, y que se notaba que me seguía
gustando, se notaba que me seguía apasionando la cosa, se notaba mi placer. Y
me dejó pensando. Porque la verdá ejque el gusto, la pasión, el placer, no eran
solo algo mío, sino algo que estaba en el ambiente. Yo esperaba unos treinta
alumnos (era lo que, me habían dicho, habría). Fueron cerca de cien. Y el gusto, la
pasión, el placer, decía, no eran míos, o no solamente, sino de eso que se estaba
produciendo en el momento. Yo, que hacía
dos o tres años que no hablaba de esto, no lo entendí del todo en el momento,
pero lo veo ahora. Eso no fue un curso. Fue un ritual. Un ritual de
iluminación. No es extraño, dado que hablábamos de cine y, sabido es, el cine
es iluminación, es luz. O sea, es decir, me explico, no era yo el sacerdote de
un culto ni de una enseñanza ni de nada. No era yo el iluminador de la sala de
cine, siquiera. Era yo, sí, parte de una red interminable que en ese momento,
en ese lugar, se había tramado y entramado para que todos aquellos que
estábamos ahí, en ese instante, estuviéramos plenamente ahí, en ese instante,
pasándola profundamente bien, descubriendo juntos el universo. Un pedacito de
universo. El universo. Habrá habido durante el curso y el transcurso momentos
más plenos, momentos más huecos, pero esas no fueron unas jornadas
profesionales, eso no fue un curso, eso fue una fiesta. Y yo fui parte de ella.
Fue en el Instituto San Bartolomé de Rosario, el antiguo colegio inglés, un
lugar profundo, una llave del universo, entre tantas, en el centro de Rosario.
El viernes a la noche
comí en un encantador restaurante del puerto de Rosario, a orillas del Paraná, un surubí a las brasas
con sabayón de limón que todavía hoy, una semana después, sigo degustando en
las papilas de mi memoria. Rosario, no sé si lo dije, es una ciudá bellísima.
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