Dice George Steiner
que cada vez que usamos una palabra hacemos resonar toda su historia, ponemos
en resonancia simultánea toda su historia. Lo dice así: “When using a word we wake into
resonance, as it were, its entire previous history”. Lo dice cuando dice que no hay forma semántica
que sea atemporal, que las palabras tienen siempre una determinación en el
tiempo. Por lo tanto, cada vez que usamos una palabra, las resonancias que
evoca y que provoca son diferentes, de modo que la palabra funciona de una
manera diferente. Quizá muy similar a la vez anterior, quizá casi igual, pero
solo casi, porque lo que dice esa palabra la segunda vez que la decimos ya no
es lo mismo, es otra cosa.
Va más lejos Steiner. Dice que, si se dan en
secuencia temporal, dos frases iguales no son iguales. Son homólogas, dice,
pero interactúan… y es obvio que, para interactuar, tienen que ser diferentes. Pienso
en un ejemplo simple: si digo “Mañana va a llover” y luego lo repito una vez, y
luego otra, y luego otra, y luego una vez más, ¿la quinta vez que lo enuncie será
igual a la primera? No, y cualquiera percibirá en la quinta enunciación
consecutiva un matiz de ironía, o de deseo ferviente, o de letanía, o algo que
no estaba la primera vez que se dijo la oración. Es decir, esas oraciones, las
“mismas”, serán homólogas, pero no idénticas, porque su historia previa, la
lejana y la inmediata, evocará resonancias que harán que la última vez suene
irónica, o como un ferviente deseo, o. Y la quinta enunciación de “Mañana va a
llover” estará interactuando de alguna forma con la primera. Inevitablemente.
Es
decir, que las lenguas no solo cambian a lo largo de su historia, no solo se
modifican sus usos gramaticales y sus formas léxicas con el paso de los años,
sino que, además, en cualquier circunstancia y momento, las lenguas significan
mucho más que lo que en apariencia significan. O significan incluso otra cosa. Las
lenguas son, así, inasibles, imposibles de aferrar. Dice también Steiner que la
lengua es el modelo más conspicuo de flujo heraclíteo, es decir, que la lengua
es ese río que nunca es el mismo aunque sea el mismo.
Desde esa perspectiva,
es un imposible la misión o la ambición del que traduce, porque jamás podrá aferrar
plenamente el texto original, y mucho menos podrá convertirlo en un texto único
y definido que signifique exactamente lo mismo para cada uno de sus lectores,
porque cada uno de ellos lo recibirá distinto, en distinto momento, en
distintas circunstancias, y en cada uno de ellos el texto resonará distinto,
evocará distintas resonancias. Por eso se me ocurre que no es extraño que el
que traduce, el que trabaja con las palabras, sienta una atracción especial
hacia los diccionarios, esos vanos intentos de fijación de significados, de
interpretaciones, de explicaciones, esos vanos intentos de exponer un sonido
puro, desnudo, como si fuera ajeno al aire en el que suena, como si pudiera
sonar sin aire, en el vacío.
1 comentario:
Esto lo decía de Shakespeare en Después de Babel, ¿no?
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