viernes, 21 de febrero de 2014

En el camino (3)



Es invierno en Viena. La plaza frente a la ópera está llena de gente. Unos cuantos disfrazados de cortinados venden entradas para espectáculos, óperas, conciertos… Las venden en el idioma que haga falta. Uno de los cortinados se nos acerca y empieza a hablarnos en inglés. María le contesta en francés y el tipo sigue en francés. Se acerca Itati y me dice algo en castellano, y el tipo nos oye y sigue en castellano. Quizá si hubiéramos seguido probando idiomas, el tipo habría seguido vendiéndonos localidades en cada uno de esos idiomas.

Se acerca fin de año, de modo que abundan los conciertos y recitales navideños. De eso, dice el cortinado, va a haber en la Volksoper, y eso es lo que nos está queriendo vender: una orquesta alegre y animada, unos valsecitos de Strauss, un par de arias o dúos de Mozart, algún highlight de Beethoven, todo muy lindo, muy de las fiestas, muy. Pero yo no quiero eso, y menos cuando, en ese mismo momento, mientras el cortinado sigue hablando en algún idioma, veo un cartel que dice que ahí, ahí mismo, en la Ópera del Estado de Viena, ese día, ese mismísimo día, a las 7 de la tarde, van a dar Fidelio. ¡Fidelio!


Entiendo epifánicamente que mi vida está, es, desde ese momento, ahí, e’cir, ese-día-a-esa-hora-en-esa-función. Comprendo que toda mi vida habrá carecido y carecerá definitiva y eternamente de sentido si no voy ese día a ver Fidelio. El cortinado no vende entradas de esas, pero nos dice que ya deben (de) estar agotadas, que dependerá de cuántas estemos buscando. María dice rápidamente: “Una”. Parece que es mi día pa las revelaciones epifánicas, porque de pronto tengo otra: mis compañeras de viaje no comparten mi epifanía (la primera, digo), así que, si quiero, tendré que ir solo. Te confieso, querido blo, que no me molesta la idea: he ido solo centenares de veces a conciertos, recitales, óperas, lo sigo haciendo y pienso seguir haciéndolo en el futuro. Pero la cuestión es que no estoy solo en Viena, somos tres los que estamos, y estamos paseando de a tres, así que decido prescindir de epifanías (de la primera, digo) y pasar el resto del día con mis compañeras. Ahora bien, si por una de esas casualidades terminamos el recorrido del día temprano y queda tiempo como para que yo vaya a la ópera y vea si aún queda alguna entrada… Pero eso solo si por una de esas casualidades, claro.


Llegamos a nuestro lugar de alojamiento, el bulín del Sergio, a las 6:15. Fidelio, ya dije, empieza a las 7:00. Estamos a 600 o 700 metros de la Ópera. Como mucho, 10 minutos de caminata. Me visto maomeno como pa la ocasión y, a toda velocidá, salgo. Me pierdo en el camino y llego al teatro cuando faltan diez minutos para que empiece la función. Pa pior, no encuentro la boletería. Camino. Pregunto. La encuentro. Localidades agotadas. No me resigno. Salgo del teatro. Cuando entraba, vi a varios con entradas en la mano para la reventa de último momento. Miro la que me muestra el primero. El precio impreso es €50. El tipo me dice que la vende a €90. Paso al siguiente. El precio impreso es €190. Ni pregunto. Niego con la cabeza. Me pregunta cuánto pensaba pagar. Lo menos posible, pienso, pero no lo digo. No sé, le digo, entre €40 y €50. Esta cuesta €40, dice una mujer parada en los escalones y con cara de no saber qué está haciendo ahí. La miro. Lo que me muestra no es una entrada. Es un papel, que ni siquiera sé si es del teatro, en el que alguien ha garabateado algo que no comprendo. Además, no se parece en nada a las entradas que tienen los otros. Definitivamente, eso no es una entrada. Ella me dice que sí, que su amiga no pudo ir, que por eso la vende, que es lo que le dieron en la boletería para entregarle al comprador que encontrara, si encontraba, pero que no le permiten venderla dentro del teatro, sino que debe hacerlo ahí. Desconfío. Temo que no me dejen entrar con ese papeluchito. Insiste en que no puede venderla adentro. No sé qué hacer. Se está haciendo la hora. Me dice bueno, entremos y después me paga adentro, no importa. Entramos. Le digo que no se preocupe, que le voy a pagar. Mientras subimos las escaleras me pregunta si es mi primera vez en Viena. Le digo que sí, que es mi primera vez en Viena, en ese teatro… ¡y hacen Fidelio! Sonríe.



Mientras subimos las escaleras me dice que la acústica arriba, en las localidades más altas, es la mejor del teatro. Le digo que en el Colón de Buenos Aires pasa lo mismo. O, al menos, que en el Colón de Buenos Aires se dice lo mismo. Me acompaña hasta mi asiento. El de ella es unas butacas más allá. Me siento en mi lugar. Es cómodo. Mucho, pero mucho más cómodo que un asiento equivalente en el Colón. Además, uno puede apoyarse en la baranda y no hay barra de metal que obstruya la visión. Y uno levanta una especie de tapita y resulta que es una pantallita (una para cada butaca) con el texto en alemán y en inglés. Entra el director. Empieza Fidelio. Entro yo también: en éxtasis: no podría decir si la función es maravillosa, si es la mejor de la historia o si simplemente yo estoy donde debo estar en el momento en el que tengo que estar ¡y me estoy dando cuenta!




Termina el primer acto. Se sale al pasillo en el intervalo. Siempre. Necesariamente. Sobre todo, para ver si se puede tomar una copa de vino, e’cir, para ver si puedo tomar una copa de vino. Parte del ritual, que le dicen. En la punta de la fila me está esperando. Me pregunta si me gustó. No sé qué le respondo, pero sé que entiende. Me dice que, si es mi primera vez en ese teatro, tengo que conocerlo. Me lleva por el teatro, la Ópera del Estado de Viena, como si fuera su teatro propio, que es, supongo, como yo le mostraría mi teatro, el Colón. Me va a llevar a la sala Mahler. Me pregunta si conozco a Mahler. Le cuento. Camino por el teatro como si toda la vida hubiera caminado por él. Ese lugar no me es ajeno. En el bar de abajo está el director del teatro. Me lo muestra. Siento por un instante que somos un par de viejos amigos chismosos secreteando por los rincones. Me lleva hasta el foyer y la terraza. Me cuenta que en verano abren los ventanales que dan a la plaza en el intervalo y la gente se toma su copa ahí y… ¡la copa! Me acompaña. Tomo mi copa de vino. Le invito, pero no acepta. No tomo, dice. Va a empezar el segundo acto. Es hora de volver a Fidelio.


Me sorprende, al final, la forma de respuesta del público. Hay muchos aplausos, pero ni un solo bravo. En el Colón (y, supongo, en cualquier teatro de la Argentina), los bravo habrían empezado con la orquesta aún tocando. Aquí no. Pero muchos aplausos. El primer bravo es para el director. De pronto, hay muchos bravo. Un par, míos. 












Me está esperando. Retiramos los abrigos y bajamos juntos comentando la ópera. Cuando nos despedimos le pregunto el nombre. Me dice que se llama Martina, pero la verdad es que no le creo. Es más, ahora mismo, en perspectiva, mientras esto escribo, pienso en cómo era y ni siquiera la recuerdo. Es que esa mujer no era una mujer, sino un fantasma del teatro. Yo no iba a estar esa noche ahí, pero tenía que estar… y había estado. Me recibieron los fantasmas del teatro.

3 comentarios:

Gregorio Omar Vainberg dijo...

Veo que los fantasmas del viaje continúan rondándote.
Saber reconocer El momento y El lugar, eso es cosas de fantasmas, o espíritus...

atenea dijo...

Te leo y camino por ahí, recorro los pasillos del teatro que este verano hará 20 años descubrí. Hay viajes en los que cada día trae uno o varios regalos, me gusta llamarlos descubrimientos. En fin, te leo y de alguna callada manera te acompaño. Salú.

Javier Dávila dijo...

Quiero protestar públicamente por la mera sospecha de que haya sido un fantasma: era una habitante de la ópera, entera, continua e impenetrable, aun si quizá pertenecía a otro tiempo.
(Y el texto, ¡qué emocionante!)