Los viajes tienen la
costumbre de comenzar antes del comienzo y terminar mucho después de haber
terminado. Hay cosas que pasan antes de los viajes que son, claramente, parte
del viaje mismo, y en ocasiones, muchas, un recuerdo de viaje no es apenas una
imagen fugaz, sino una presencia tangible que encarna realmente en el momento
de la evocación.
Como estaba (yo) a
punto de viajar al otro lado del charco
grande, un día de diciembre, a una hora cualquiera de la tarde, una vez, un
día, fui a tramitar la licencia de conducir internacional, trámite inútil e
intrascendente, dicen, pero trámite necesario, en ocasiones, dicen. Cuando llegué, el inmenso salón del Automóvil
Club estaba prácticamente vacío. Alguien esperaba, alguien pagaba algo en el
otro extremo de la sala, alguien llevaba unos papeles de aquí para allá, y yastá,
nada más, nadie más. Me senté a esperar. Pocos minutos después, me atendieron, recorrí
todo el proceso en un cuarto de hora o poco más y volví a sentarme en el sector
de espera porque pronto estaría listo el documento. Cuando estaba por sentarme,
vi que había otra persona ahí. Una persona. Una sola. Una entre unos doce
millones posibles en Buenos Aires y alrededores. Una que justo había ido a
tramitar el mismo documento que yo a (casi) la misma hora que yo. Y, casimposiblemente,
una persona a la que yo conocía. Sí, la conocía. Yo conocía a esa persona. Y no
solo eso. Era una persona con la que me había pasado años discutiendo en foros
de debate y listas de distribución de Interné sobre temas de lengua, sobre traducción,
sobre música (ejque le gusta la ópera italiana, y a mí la verdá que, hechas las
salvedades correspondientes, tanto bombo y platillo…). Discutiendo, digo. Años.
Y mucho. Y a veces, mal, feo. O sea, una persona que no tenía ninguna obligación
de nada hacia mí (ni yo hacia ella), más allá de cierta esperable cortesía
caballeresca. Además, una persona de la que yo hacía mucho que no sabía nada,
dado mi feliz semiostracismo de ciertos
circos que solía frecuentar, y que cada vez menos.
Vuelvo al presente, es
decir, al pasado, es decir, a ese día de principios de diciembre. Lo saludo. Me
saluda. La pregunta inmediata y obligada en ese lugar es, claro, la que nos hacemos:
¿dónde vas? A Monterrey, me dice, a pasar la Navidá. Pues yo la voy a pasar en
los Vosgos, o quizá en Praga, o por ahí, le digo. Me apunta con el dedo y me
dice con tono apremiante, casi conminatorio, tenés casa en Viena, y no es
retórico. (Paréntesis aclaratorio
imprescindible: vivió años en Viena y conserva un bulín frente al Danubio). Le
digo que el viaje está bastante armado y que es dudoso que Viena quede en el
camino, pero que gracias, gracias denserio. Lo llaman para empezar su trámite,
me llaman para terminar el mío, nos saludamos, nos deseamos buen año y me
repite que tengo casa en Viena, y que no es camelo (usa el mismo dedo
conminatorio, o quizá era la pipa). (Me quedo pensando en cuánto se usará ahora
entre las generaciones más jóvenes la palabra camelo de la forma en que la
usábamos y usamos los que ya hemos pasado el lustro de décadas, o la decena de
lustros). Me voy del Automóvil Clu, feliz con mi documento nuevo en la mano.
Llego a casa, aún
pensando en la oferta del quía. Recuerdo todo lo que discutimos, y cuánto,
durante años, y vuelvo a tomar conciencia de que no tenía ninguna necesidá,
ningún motivo, pa ofrecerme nada, pero lo hizo. Le escribo para decirle lo que
ya le había dicho: que no voy a Viena, pero que mi agradecimiento por su
generosidá no es menor por eso. Me responde que está bien, pero que si cambio
de plan, ahí está su casa a disposición, y agrega la dirección.
Los viajes, decía,
comienzan antes de comenzar, y ciertos instantes, ciertos eventos, son, más que
augurios, actos profunda y agradablemente significativos. Este viaje empezaba con
alguien tendiendo una mano amiga hacia mí, porque sí. No podía empezar mejor.
…
…
Estuve en Viena. Estuve en su casa, en Viena.
Estuve un domingo por la mañana a seis cuadras de su casa, en Viena, en la
Jesuitenkirche, en una de esas misas. Y estuve también en esa misma iglesia la
noche de Navidad escuchando la Misa de Coronación de Mozart. Y dos días antes o
después de eso estuve en Fidelio en la Staatsoper de Viena, en una gozosísima
experiencia que ya contaré.
…
Quiero decir, en un
viaje en el que Viena no estaba siquiera en el mapa, Viena terminó siendo para
para mí una profunda vivencia de placer, de plenitú, de alegría, gracias a que
Sergio Viaggio se cruzó un día de diciembre, de casualidá nomás, conmigo, en el
Automóvil Clu de Güenosaire.
3 comentarios:
Lamento mucho ese ostracismo creciente tuyo, Miguel, pero por otro lado, es siempre un placer leer tu prosa tan personal y estimulante.
Con ese apellido... ¡cómo no iba a influir en tu viaggio! Lástima que no te cruzaste a la vez conmigo, porque entre el Via y la Gra, la agradecida iba a ser tu jermu.
Es bueno leerte, Michael. Saludos desde the Land of Oz. Que no te confunda mi pseudonym. Soy la misma traductora Rozada de antes...
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