domingo, 30 de septiembre de 2012

Traductores



El 30 de septiembre es, dicen, el día del traductor. En realidad, aquellos que lo dicen con más frecuencia no suelen escribirlo así, sino que les gusta más la pomposidad de las mayúsculas, de modo que ponen Día del Traductor. Pa pior, argumentan, explican, justifican, con tono casi ofendido: “Ejque corresponde con mayúsculas por esto, o por lo otro, o por lo de más allá”. Y seguramente tienen razón. Lo que, creo, no entienden, es que el hecho de tener razón no hace que la cosa tenga importancia alguna.

Pero la cuestión es que el 30 de septiembre se celebra el día del antedicho porque es San Jerónimo y el tal Jerónimo fue el que tradujo la Biblia del griego al latín allá por… bueno, allá por allá, ¿o acaso tiene importancia alguna el año judeocristiano en que lo hizo? Pero como parece que la historia de la traducción es la historia de la traducción de la biblia, o de la Biblia, entonces pues… eso.

Lo que me pregunto, digo, hoy, es si alguien puede ser traductor. Y la verdá es que lo que creo es que no. Uno puede traducir, actuar como traductor, hacer traducciones, pero… ¿ser traductor? ¿Ejque acaso cuando estoy andando en bicicleta por la reserva ecológica de Güenosaire, disfrazado de ciclista, soy traductor? ¿Cuando estoy corriendo alrededor del lago, en pantalones cortos, con la camiseta transpirada y pensando que me faltan 6 km para llegar a ningún lado, soy traductor? ¿Cuando estoy sentado en una butaca de un teatro ejcuchando y viendo el Don Giovanni de Mozart soy traductor? ¿Cuando estoy tomando una copa de vino (o dos, o tres) con amigos soy traductor? ¿Cuando calculo la cantidá de carbón que necesito pa’l asado del domingo según la cantidá de gente que va a venir soy traductor?

Y a la inversa, ¿no es acaso traductor mi hijo adolescente cuando ayuda a su hermana a entenderse con un neozelandés que, en una ciudad argentina, le pregunta pa qué lado queda el estadio en el que van a jugar los All Blacks? ¿No es traductora la mujer que ayuda al marido a entenderse con el conserje del hotel en el que se están registrando? ¿No es traductor el que le dice al mozo-camarero-mesero-mesonero-garzón lo que quiere comer cada uno de los comensales que no saben el idioma del mozo-camarero-mesero-etc.? Y si ellos también son traductores, ¿son traductores todos los que traducen? ¿O acaso solo lo son los que cobran por traducir? Y si así fuera, ¿no son traductores muchos que tienen títulos universitarios que los acreditan como tales pero que jamás han cobrado un centavo por traducir?

Quiero decir, digo, ¿quiénes son traductores? ¿Qué es, qué significa ser traductor? Vaya uno a saber. Endemientras, p’aquellos a los que les caiga el sayo, ojalá que este 30 de septiembre hayan tenido un feliz día, che, y que sigan teniendo felices días, y los demás también. O sea, salú, traductores, todos ellos, todos ustedes, todos nosotros, todos.



jueves, 20 de septiembre de 2012

Puro ruido



Hace unos años Alex Ross publicó un libro sobre la música del siglo xx que, en el original, se tituló The Rest Is Noise. Su versión española se llamó El ruido eterno, y mucho fue el ruido que hubo respecto de esa traducción, e’cir, de esa traducción del título, aunque, como sabemos, los títulos de los libros (y los de las películas, entre otras cosas) no se traducen, sino que se crean otros y se ponen, en uno y otro idioma, y en otro, y en otro.

En este caso, el titulo original parafrasea las últimas palabras de Hamlet antes de morir. Dice el tal Hamlet: “The rest is silence”, y eso es algo que cualquier anglohablante mínimamente educado (que son los destinatarios originales e ideales del libro) conoce y reconoce fácilmente, ya que Hamlet es una de las obras fundamentales de la literatura en su lengua, y no se trata de una expresión perdida en algún lugar del texto, sino de las últimas palabras del muchacho antes de su mutis final.

Pero el problema es que la traducción literal de esa frase en una cultura que la desconoce, e’cir, que desconoce la referencia literaria en cuestión, no produce el mismo efecto en sus lectores. O, pa decirlo en fácil, pocos hispanohablantes saben toooodo lo que se está diciendo, es decir, a qué se está haciendo referencia, cuando se dice en inglés “el resto es silencio”, o, para el caso, “el resto es ruido”. En castellano, cualquiera de esas dos frases no es más que eso: una frase que dice lo que dice y nada más. En inglés, en cambio, es mucho más: es una frase que tiene cuatrocientos años dando vueltas en el idioma; o sea, es, casi diría, otra cosa. Por lo tanto, traducirla así, literalmente, es quitarle gran parte del sentido que Ross, indudablemente, quiso darle (él mismo lo dice en algún lado).

Un equivalente de esto en castellano podría ser, por ejemplo, que se dijera “En un lugar de la cancha de cuyo nombre no quiero acordarme”, o algo por el estilo. Cualquier hispanohablante reconocería de inmediato la referencia, cosa que no pasaría si se dijera eso mismo en inglés, porque los angloparlantes no sabrían que esa oración refiere inmediatamente a… bueno, ¿pa qué decirlo, si cualquier hispanohablante mínimamente educado (como los lectores de este blo) ya lo sabe?

Por eso, insisto, traducir “The rest is noise” como “El resto es ruido” habría estado, en muchos sentidos, simplemente mal. Habría sido, sería, una mala traducción. Porque una traducción no solo es traducción de un texto original, sino de un montón de ecos (o de armónicos) que suenan y resuenan juntos, y que significan juntos, en las palabras de ese texto. Y si no se tienen en cuenta todos esos otros sonidos que no se notan pero que están, el resultado puede ser algo así como la reducción para piano que hizo Liszt de las sinfonías del Beto: se parecen, sí, pero no son. Y pa mí las cosas son más lindas cuando son que cuando parecen. En cualquier idioma.

Lo cual no significa que El ruido eterno sea una “traducción” del título ni, por supuesto, que sea una buena elección como título en castellano de esa obra. Pero ese es otro debate, y no era de eso de lo que quería hablar. Ah, dicho sea de paso: de la traducción de la obra en sí no puedo opinar (¿opinaría, acaso, si pudiera?), porque no la leí. Leí el original, nomás. Una verdadera delicia. Creo que hasta me puede llegar a gustar Schoenberg.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Que te calles



En Buenos Aires tenemos costumbres raras con, entre otras cosas, los nombres de las calles. Muchas llevan, entiendo que a manera de inentendible homenaje, el nombre de algún virrey que esquilmó y colonizó estas tierras durante siglos en nombre del imperio, otras llevan el nombre de un general que se dedicó prolija y organizadamente a masacrar pueblos que llevaban centenares de años por aquí en nombre de la patria, y otras, mucho más interesantes, eso sí, llevan nombres que no suelen mantener coherencia alguna, no solo porque al cruzar una avenida pueden cambiar de denominación, o quizá no, sino también porque aun allí donde no cambian de nombre, de todos modos cambian de nombre. Algunos dicen que no es que los nombres cambien, sino que solo es una cuestión de carteles, pero, si es así, ¿cómo lo saben?

Por ejemplo, en pleno barrio de Almagro, si uno va por una vereda (acá nadie camina por la acera, porque acá no hay aceras, o no hay la palabra acera, así que uno camina por la vereda, que no es la calzada, que eso es la calle) de la avenida Corrientes, se cruzará en algún momento (si va pa’l lado adecuado, claro) con Jerónimo Salguero, que eso es lo que dice el cartel que la identifica, pero ocurre que si uno va por la vereda denfrente (ídem) se cruzará, en cambio, con Salguero Jerónimo, que eso es lo que dice el cartel que identifica… ¡a la misma calle! Es decir que, yendo por acá, Jerónimo Salguero, pero yendo por allá, Salguero Jerónimo. Se me dirá que eso es una intrascendencia, una pavada que no tiene ninguna importancia, y es verdá, pero eso pasa con casi todas las cosas de las que hablo habitualmente, y con las demás también, así que sigo.

A pocas cuadras de allí hay un cartel que anuncia que uno está, o acaba de llegar a, la calle Bravo, que a pocos metros de ahí pasa a llamarse Mario Bravo. Se me dirá, lo sé, que eso tampoco tiene, etc., pero. Sigo.

En la avenida Rivadavia nace, en el mismo rioba, la calle Juares, que apenas cien metros después se llama Jaures. Esto no lo vi yo originalmente, sino que debo la iluminación al amigo Eliezer, que fue y es capaz de verlo desde miles de kilómetros de distancia, lo cual muestra otra inesperada curiosidad de las calles de Buenos Aires, y que el interés en intrascendencias de todo tipo y laya es algo que no tiene fronteras.

Y to esto sin siquiera salir de un barrio, cosa que, de tos mos, sabemos que no hace falta, porque el universo es un barrio, o el barrio es un universo, que es casi lo mismo. Y viceversa.

Pero no solo tenemos cuestiones con los nombres de las calles, sino también con los de las esquinas. Porque a veces las esquinas parecen tener ramificaciones que no tienen, y el desprevenido se pierde o se confunde.

Si, porjemplo, a uno le dicen que lo esperan en la esquina de Virrey Olaguer y Feliú y Zapiola, en el barrio de Colegiales, ¿qué puede pensar uno? Que es la intersección de tres calles, ¿no? Una es Virrey Olaguer, otra es Feliú y la tercera es Zapiola, ¿no? Pues no. Son dos. El problema es que, si uno no lo sabe, cuando llega y ve que el cartel dice Virrey Olaguer y Feliú piensa que ahí no es, que esa es otra esquina, que tiene que llegar a donde esas dos, Virrey Olaguer y Feliú, se cruzan también con Zapiola, pero, claro, cuando uno camina una cuadra más y llega a la esquina siguiente, ve que sigue estando en la esquina de Virrey Olaguer y Feliú, y ahí se complica la cuestión, porque en realidad uno empieza a sentir que ya no existe el espacio, que ya no existe la distancia, y que por más que uno camine siempre va a terminar llegando al mismo lugar, a la misma esquina, a la de Virrey Olaguer y Feliú, y eso no solo provoca angustia existencial, sino que además deja una sensación bastante miserable, porque, después de todo, si uno va a estar llegando siempre al mismo lugar, debe haber muchos lugares mejores p’andar llegando que la esquina de Virrey Olaguer y Feliú, ¿no?

El problema no sería tal si uno estuviera, por ejemplo, en Barcelona, o en otras partes de España, donde las esquinas no están formadas por la intersección de una calle “y” otra, sino “con” otra. Por esos pagos a uno le dirían que lo esperan en la esquina de Virrey y Olaguer y Feliú con Zapiola, pero, claro, encontrar esa esquina en Barcelona debe (de) ser aun más difícil que encontrarla en Buenos Aires, y eso provoca también angustia existencial y sensación miserable, porque lo que uno comprueba es que, camine por donde caminare, nunca llegará o llegare a donde uno quiere o quisiere, que es Virrey y Olaguer y Feliú, ahí donde hace esquina con Zapiola. Así que en Barcelona el problema no es tal, pero es peor.

Diferente sería si uno viviera en una ciudad como La Plata, donde las calles llevan número en vez de nombre, o en las que el nombre es un número, si se prefiere, pero, una vez más, si uno vive en el número 40 de la calle 4, uno vive en 4 40, ¿no? ¿Y quién quiere vivir en una casa que se usa para afinar el la?

domingo, 2 de septiembre de 2012

Fragmentos de voz


Reflexos
Pensar sin fronteras. Itati Acuña
Está oscuro y es el lado del tiempo que puede pertenecernos. Está oscuro y desconozco los ecos de los que acaso vengan mis propias palabras. Digo, que no hay ecos que sean falsos. Ni externos. Conocerlos es negar el de los bordes hacia afuera.



Los intertextuales
Una pandilla que sale de noche, noche a noche, con guantes y gorras negras, a robarse frases de los libros e insertarlas en otros que se escribieron antes.