Hay, entre quienes nos
dedicamos al oficio de las palabras, algún matiz, a veces, alguna forma de
sentirnos como oficiantes en el mundo, en la que muchos coincidimos. Algunos de
nosotros (si es que puede haber algún “nosotros”) sienten, a veces, que esa forma,
ese oficio, es el de malabaristas, y se definen, se ven, consecuentemente, como
palabristas. En ocasiones me siento cerca de ellos, porque me gusta la idea que
eso implica, lúdica, ilusoria, imaginadora, pero por lo general me siento más bien
perteneciente a las huestes de los que nos vemos como obreros, como trabajadores
de las palabras, de esos que se meten en el barro con ellas y las amasan hasta
levantar la pieza de alfarería que quizá el horno del tiempo consolide, quizá
el viento del tiempo erosione hasta su desaparición. Por eso me suele gustar
más definirme como palabrero. No solo, claro, por lo que resuena de obrero,
sino también, y no tan secretamente, porque se acerca a versero, esa bella voz
lunfarda que habla de fabuladores, de divagadores, de gozadores del mero hecho
de usar las palabras. De usarlas como lo que son: objetos contundentes.
3 comentarios:
Ah... aquí en el norte son objetos punzocortantes, ¡como algunos besos!
Yo me acordé de un libro que acabo de leer sobre eso, oficios humanos de Primo Levi: "El oficio ajeno".
El horizonte ya no nos
protege de la Inquisición.
Supongo que necesité del
mar para recuperar la sensación
de estar en esta tierra.
Intento convivir con los promotores
de campeones y con los campeones,
de sobrevivir entre lo política y lo
ópticamente correcto. Pero
no me pidan aparte, también,
además, que acepte el aplastamiento
de los excluidos de esa invención.
Dónde está Cristo? Deseo bailar
pero, con quien? Ya no hay cuerpos.
Diariamente pido gancho
a las holografías para mirar
la gran tipa por la ventana
de la altura donde habito.
Creo que si escribiera más, sobrevivir me resultaría más sencillo...
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