Hoy voy a hablar de
Deleuze. O de otra cosa, pero que pasa por el lado de Deleuze. Dentro de unos
días, si macuerdo, voy a hablar de un proyecto de ley para la traducción y los
traductores, o así pomposamente la llaman, que anda dando vueltas por el
mundillo argentino y que me parece un espanto y un peligro, pero eso otro día.
Porque hoy, decía, en el menú, tengo para ofrecer Deleuze. Y no es poco, che,
no es poco.
Y dice. Deleuze dice.
Dice: “Escribir indudablemente no es
imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura decanta
más bien hacia lo informe, a lo inacabado (…). Escribir es un asunto de
devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia
vivible o vivida (…) La literatura es inseparable del devenir”.
Tanto es así que mi
viejo cumpa el Jorgeluí, el que no veía, decía que hay que publicar para dejar
de corregir. Porque, claro, dice Deleuze, la literatura es siempre inacabada.
La palabra misma, la
lengua, es siempre inacabada, siempre fragmentaria, siempre polisemántica,
siempre oscura y ambigua. ¿Quién sabe lo que significa qué? ¿Y hasta cuándo lo
sabe? Porque lo que es hoy no es en otro momento, sino hoy, y siempre en curso,
siempre inacabado, siempre deviniendo.
Y entonces me detengo
a pensar en lo que hacemos los que traducimos, que en realidá, en realidá real,
digo, no terminamos las traducciones, sino que simplemente las entregamos
porque es la fecha y hay que entregar, pero.
Y de todas maneras lo que
hacemos es un intento de congelar sentidos, congelar sonoridades y significados
en el instante, como una fotografía que al día siguiente ya será vieja, ya será
una imagen de lo que fue, no de lo que es. Esa tirantez constante que nos
imponen las voces entre las lenguas, esa tirantez que nos desgarra y nos niega
la plenitud de la luz, esa mano que tendemos escribiendo para atrapar un sonido
en el aire, una palabra que ya no es.
(Ilustración: Itati Acuña)
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