México, febrero de 2008
(Esta es una síntesis
de una larga crónica que escribí hace unos años para otro ciberlugar. Decido
reproducirla hoy aquí porque sé que en México están viviendo difíciles momentos
políticos y quiero expresar todo mi apoyo a mis amigos, hermanos, mexicanos, y
se me ocurre, entre otras, esta forma).
Lo primero que se oye en cuanto uno llega a
México es “Bienvenido, esta es su casa”. Desde ese instante en adelante los
mexicanos se harán cargo de que uno comprenda cabalmente que esa no es una
frase hecha, ese no es un saludo vacuo y formal, sino simplemente una verdad. Mi
primer viaje a México (hasta ahora, el único, pero no será el último) duró
apenas once días, pero si, como suele decirse, un segundo puede cambiar para
siempre a un ser humano, imaginen lo que podrán once días.
Una de las primeras cosas que me sorprendieron
(aunque, para hablar con precisión, debería decir “que me maravillaron”) de
México fue la calidad de su museografía. La pasión y claridad con que los
mexicanos muestran su historia en sus museos es, para mí, clara señal de
inteligencia. Algunos dicen que el tiempo es cíclico y hay que conocer lo que
pasó para saber lo que pasará. Algunos dicen que los pueblos que olvidan su
historia están condenados a repetirla. Los mexicanos, en principio, saben que
necesitan saber. Y trabajan (no solo en los museos, sino también en los
restaurantes, en los hoteles, en los puestos de comida de las calles), todos,
de distintas maneras, en ese sentido. Ya después se ocuparán de ver qué hacer
con ese conocimiento, pero por lo pronto tienen conciencia, saben que necesitan
saber. Y lo más interesante es que esa actividad museística no se termina en
los museos, sino que se prolonga y se instala por todas partes. El Paseo de la
Reforma, quizá la más bella avenida del DF, está lleno de esculturas. Desde el
descomunal Ángel de la Independencia hasta los bancos para que los caminantes descansen
son esculturas. Y las estaciones del metro, con exhibiciones de arte permanentemente:
murales, fotografías, pinturas… Y no sólo muestran arte prehispánico, sino
todo. Todo. En una de las estaciones hay un larguísimo túnel. Lo llaman Túnel
de la Ciencia, y allí, en vez de avisos de cigarrillos o de cursos de
computación, vi, entre otras cosas, una serie de fotos del desarrollo del
embrión humano, desde las primeras semanas hasta que ya es un feto formado; vi
imágenes del sol tomadas con telescopio, con radiotelescopio, con rayos X; vi
fotos de animales, de plantas, del mundo en fractales; y de pronto, en el techo
del túnel, vi la bóveda celeste, con las constelaciones marcadas, y sentí,
caminando por ese túnel, que ese lugar no era otra cosa que el universo entero que
no era otra cosa que yo mismo caminando por el universo entero.
Y las iglesias, todas, en las que el barroco
mexicano se exhibe a pleno, para veneración de los creyentes y para deleite y
arrobamiento casi lascivo, lujurioso, de unos cuantos herejes. Debo confesar,
sin embargo, que en una de ellas, la de Santo Domingo,
tuve una experiencia bastante desagradable: éramos tres; acabábamos de entrar
para contemplarla, para admirarla; estábamos vestidos con sobriedad y
caminábamos lentamente por la nave central; en ese momento entró un sacerdote
para dar inicio a una misa, nos vio y empezó, casi fuera de sí, a decir que no
era hora de contemplar obras de arte, que había misa, que podíamos hacerlo
antes o después, pero no durante; mientras seguía, nos pusimos respetuosa y
silenciosamente a un lado, pero continuó, casi a los gritos, diciendo que nos
fuéramos “a una sinagoga judía o a una mezquita musulmana”, donde seguramente
seríamos bien recibidos, pero que nos fuéramos de allí y los dejáramos en paz.
Ante tanta muestra de intolerancia, de inhumanidad, ante la reencarnación de la
vergüenza de la Inquisición, nos fuimos. Me gustaría, eso sí, dejar claro que
el sacerdote en cuestión no era mexicano, sino, como revelaban su acento y su
vocabulario, español. Aclaro esto porque el mexicano no es, en absoluto, así. Hay
un “detalle” que lo pone de manifiesto con claridad: en México, por las calles,
aunque son muchos, muchos millones, la gente no se empuja al caminar. Ni
siquiera en el metro. Viajan varios millones de personas por día, pero no
necesitan estar a los empujones para subir o bajar. Ni en las horas pico. Viven
en sociedad, y no en competencia para subir antes, bajar antes, entrar primero,
mear más lejos.
En cuanto al idioma… pues es más que obvio que
no es el que hablamos aquí abajo, en el sur del sur. Es otro. Nos entendemos,
pero es otro, y supongo que cada vez se irá distanciando más, y está muy bien que
así sea. ¿Cuál es la necesidad de que se mantenga unido férreamente el español,
aparte de los negocios de yasabemosquiénes? Abrir un menú es encontrarse con
enchiladas, con arracheras, con moles, con elotes, con pozoles, con tortillas
que nada tienen que ver con las tortillas que uno conoce, con tortas que nada
tienen que ver con las tortas que uno conoce… Por suerte, hay traductores: los
mozos (¿o debería decir “meseros”?). Eso sí, como siempre sucede en la
traducción, la fidelidad total no es posible, lo cual, en este caso, significa
que cuando los mozos traducen el menú y dicen que determinado plato “no pica”,
pica mucho, y cuando dicen que es “un poco picoso” (no picante, sino picoso) es
porque te deja la boca como pa que no te olvides de lo que comiste por unos
días.
Y aún
no he hablado de la gente. La Gente.
Uno tiene la suerte (y el honor) de tener amigos por esos pagos, pero, si no
los tuviera, igual tendría suerte si conociera a los mexicanos en su chipotle,
digo… en su salsa.
Pero el viaje, lamentablemente, tenía que terminar,
así que el último día aproveché la mañana para darle otro vistazo (fueron
varios) al increíble Museo Nacional de Antropología y salí a toda velocidad hacia
el aeropuerto, no fuera cosa de perder el vuelo. Bueno, perder el vuelo es una
posibilidad cuando los vuelos salen, pero, como viajaba porr Aerolíneas
Argentinas (compañía que, valga la aclaración, por entonces no era argentina,
sino de empresarios españoles), la salida de un vuelo es algo, digamos,
aleatorio. A veces salen, a veces no. Y esta vez era no. Podría salir, Tlaloc y
otros dioses mediante, al día siguiente. Lo bueno fue que me alojaron en un
hotel del aeropuerto (excelente, pero con esa detestable impersonalidad de los
hoteles cincoestrellas de estos tiempos), y en el DF el subte (que es el metro)
llega hasta el aeropuerto, así que pude aprovechar para ver más.
Hubo algo más. Una especie de coda, pa decirlo
en términos musicales. La empleada de Aerolíneas Argentinas que me había dicho
de la cancelación del vuelo, y que había tenido que soportar mi desazón
inicial, mi irritación, mis quejas, había tenido la gentileza (mexicana) de
pasarme a primera en el vuelo del día siguiente, y yo le había comentado que lo
mejor de Aerolíneas Argentinas era... el personal mexicano. Cuando estaba por
subir al avión, al día siguiente, vi a esa misma empleada en el mostrador. Me
acerqué y, con toda seriedad, casi golpeando el mostrador, le dije que quería
hacer un último reclamo. Me miró, sorprendida, y le dije: “Quiero saber dónde
tengo que reclamar el pedazo de corazón que me estoy dejando acá, en México”.
Sonrió y me dijo: “Ese, señor, nos lo quedamos aquí”. “Entonces no me quedará
más remedio que volver a buscarlo”, le dije. Y me subí al avión.
1 comentario:
Mira nomás, tuve tiempo de recorrer un poco tu rincón y me encontré esto. Las lágrimas se volvieron a asomar como la primera vez que estas palabras llegaron a mi corazón. Gracias, Miguel, gracias. Lo dije y lo reitero: leerte hace menos doloroso reconocerme en esta tierra golpeada, violada, mancillada... cada día un poco más.
Besos y apapachos
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