Cuando era pibe, las maestras nos decían que no dobláramos
las esquinas de las hojas de los libros para señalar el lugar en el que interrumpíamos
la lectura. Y
nos decían que no subrayáramos los párrafos o las frases o las palabras que,
precisamente, queríamos señalar. La idea era, supongo, que los libros siguieran
como estaban el día que salieron de la imprenta, como si nada ni nadie los
hubiera abierto, como si nadie los hubiera leído, como si fueran objetos que no
había que tocar, que había que mirar por el ojo de una cerradura, objetos
sagrados que no debían ser violados, corrompidos, ensuciados por miserables manos humanas, y a los que solo se podía acceder mediante una especie de mirada
reverencial. A la vuelta de los años, y de miles de libros marcados y subrayados,
me pregunto por qué, para qué, cuál era, cuál es, el sentido profundo de esa
concepción.
Mi amiga la Zulma no solo hace marcas en los libros, sino
que, pa pior, las hace con tinta, desafiantes, definitivas. “Los libros son
para caminarlos”, dice, y a mí no solo me gusta la frase, sino que me encanta la idea. Yo recorro los
libros que leo y me gusta saber que he estado ahí, y me gusta saber qué cosas
del paisaje de los libros me han gustado, me han conmovido. Como si les sacara
una foto, una instantánea, a momentos de la vida, de lugares, para poder volver
a ellos, a ellas, en cualquier momento. No solo subrayo y hago marcas en los libros
por razones de estudio. Mis libros de ficción suelen tener centenares de rayas
y rayitas, y en la página de cortesía en blanco que hay al principio suelo anotar
los números de las páginas en las que he hecho marcas, y en algunos casos
incluso pongo entre paréntesis, junto al número, alguna referencia que aclara
qué he marcado en esa página. Nunca sé si volveré a pasar por esos lugares, no
sé si volveré a ver alguna vez esas fotos, pero en el momento siento la
necesidad de tomarlas, y las tomo. Con trazo grueso. Porque la “cámara” que
uso, aunque no es de tinta, tampoco es un instrumento fino y delicado: uso
lápices muy blandos, pastosos, 6B u 8B, porque lo que quiero, creo, no es hacer
una marca, sino dejar una huella profunda, mi huella, en los libros que son
míos, no por haberlos comprado, sino por haberme apropiado de ellos al leerlos,
al haberme hecho uno con ellos.
A veces, muchos años después de una lectura, regreso a
viejos libros y me encuentro con las marcas de entonces, y a veces no sé a qué
obedecen, no entiendo qué leyó el Miguel aquel que los leyó, y otras veces me
maravillo al ver que ya entonces había visto lo que ahora veo. ¿Son lecturas
distintas? ¿Son caminares distintos por una misma huella en el barro? Acaso
sean una y otra vez la misma caminata, la misma búsqueda de la luz, que
seguramente no está en el libro, ni en mí, sino en el lugar en el que el libro
y yo nos encontramos, en la marca que, a pesar de mis maestras, sigo haciendo
en el lugar en el que estoy, en el que estamos, el libro y yo.