—El traductor deconstruye una materialidad para reconstruirla en otra,
nueva, que quiere ser la misma.
—¿Otra vez hablando en difícil, usté? ¿No tiene manera de ser más
claro?
—La claridad o la opacidad son también dos caras de lo mismo, sobre
todo en lo que hace a las palabras. Toda palabra es transparente y opaca al
mismo tiempo. Cualquier traductor lo sabe.
—No me venga con esas cosas, que no hay manera, ¿quiere? Si una cosa es
transparente no puede ser opaca.
—Una palabra es una cosa y no lo es. Es clara y no lo es. Y mi
definición de los traductores es difícil solo porque usted no quiere
entenderla.
—Hábleme en criollo. Dígala como se debe y la entenderé, pero si me
viene con que el sol hace ladrillos y los derrite…
—¡Exactamente! Jamás podría yo haberlo dicho mejor. Solo que el
traductor procede al revés: primero derrite los ladrillos que otro sol
construyó y luego los reconstruye, tratando de que sean iguales, aunque, claro…
pero a buen entendedor…
—No me va a venir ahora con que lo que yo digo es lo mismo que usté
dice, porque está claro que no. Si ni siquiera le entiendo.
—Usted entiende más de lo que admite.
—¡No se lo permito!
—Permita lo que quiera, o lo que pueda, que después de todo el hombre
es más una suma de poderes que de quereres, pero sepa que el traductor no es
más que un caminador de puentes.
—¿Puentes? ¿Pero de qué me habla? ¿No eran ladrillos?
—Ladrillos que el sol construye, efectivamente.
—Que sí, que sí, que eso ya me lo dijo. Y que después destruye.
—Eso sí que no, si me disculpa. Un traductor no destruye, sino que
deconstruye, que no es lo mismo.
—Vea que yo soy bruto, pero no como vidrio.
—Ni yo se lo sugeriría.
—¿Se está burlando?
—Lejos de mí.
—No. Le pregunto si se está burlando aquí, donde estamos usté y yo, no
lejos.
—Jamás podría burlarme de su sapiencia.
—¿Me está llamando sapo?
—Sapiencia o sabiduría, llámela como quiera, pero hay algo en usted que
escapa a los tiempos y se detiene en las palabras.
—Las únicas palabras que recuerdo son las que los míos vienen diciendo
desde siempre.
—Refranes, los llaman, y sé que es así. Ya lo he leído.
—Me estará confundiendo. Yo no sé escribir.
—No sabrá, pero yo sé leer, y lo he leído.
—No se burle.
—No lo hago.
—Pero… ¿de qué hablábamos?
—De traductores.
—Ah, sí. Y me acordé de mi tío el zen, el que me viene con cosas como
el pez náufrago y se queda mirando la paré.
—Oiga, que usted no comerá vidrio, pero yo he leído, y eso no es de su
tío el zen, sino de Macedonio.
—¿Lo conoce?
—¿Pero su tío no era de tierras más lejanas?
—Ese es otro. ¿O se cree que yo tengo un solo tío?
—Compruebo, y con placer, que sus tíos han construido nuestra lengua a
uno y otro lado de la mar.
—¿No era el mar?
—Es lo mismo.
—Total, es sólo agua, ¿verdá?
—O palabras, como prefiera.
Así siguieron discurseando
largo rato los dos hombres. El más bajo sacó de su rucio una pieza de queso y
le ofreció una mitad al otro. Junto al fuego, dejaron un espacio para que se
acomodara el alto y flaco que en algún momento llegaría. Dejaron el yelmo a un
costado. Mientras comían, callaron. El narrador también calló, y salió a
comprar tinta para que el traductor, al llegar, siguiera empujando la rueda del
molino de las palabras y la historia de la historia continuara.
(Escribí este texto hace siete años para el sitio web de la agencia de traducción que tenían la Au y el JL. El sitio web ya no existe; el texto, sí. Creo.)
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