Si no fuera por la
traducción, dicen algunos, no existiría la literatura universal. Si no fuera
por la traducción, no habría más que literaturas regionales, nacionales,
locales. Si no fuera por la traducción, la literatura no habría
salido de las fronteras de cada idioma, no habría atravesado culturas e ideas
de pueblos tan diversos. Se podría, sí, viajar
por tierras en las que se hablaran lenguas que se desconocen, gozar
de sus músicas, de sus danzas, de sus sabores, de sus paisajes y sus edificios,
pero solo aquellos (pocos) que conocen o entienden otro idioma podrían sumergirse
y nadar en su literatura. Si no fuera por la traducción, eso quedaría vedado
para la (inmensa) mayoría.
La traducción muestra
universos y, al mostrarlos, los crea. Como la literatura.
Pero ocurre, es usual, que muchos de los
(pocos) que conocen o entienden otro idioma se resisten a leer en la propia
lengua obras que fueron escritas en otra. Prefieren, dicen, leer el
original. Es, supongo, comprensible.
En lo personal, toda
mi vida he disfrutado de la lectura de obras traducidas. Conozco y entiendo
alguno que otro idioma, y disfruto, tan superficial y tan profundamente como
puedo, la lectura en esas lenguas. Pero
también me encanta leer traducciones y sumergirme en la forma en que alguien
proveniente de mi universo, es decir, el que traduce, me muestra ese otro universo
que, a su vez, fue mostrado antes por otro, es decir, el autor de la obra
literaria original.
Pienso en todas estas
cosas mientras leo la traducción que Amalia Sato hizo de “Revelación de un
mundo”, de Clarice, y, mientras la leo, voy gozando de lo maravillosamente bien
hecha que está. Pienso, siento, que la traducción es brillante.
Pero a la vez
pienso que es poco el portugués que yo conozco, pienso que no conozco el
original, pienso que no sé cómo escribe Clarice en portugués. Y entonces, ¿cómo
puedo decir que la traducción es brillante?, ¿cómo puedo saber si eso que estoy
leyendo es Clarice y no Amalia Sato?
Por momentos me
detengo en la lectura, sí, por ciertas anfractuosidades del texto, o, mejor
dicho, por ciertos detalles que mi deformación profesional hace que me resulten
anfractuosos. Leo, por ejemplo, que usa “deber de” y me sorprende, porque la
traducción de este libro está hecha y publicada en la Argentina, y ese uso del “deber
de” no existe hace muchos años ni en estas tierras ni en el resto de América
Latina, salvo en el primitivo obrar y hablar de unos pocos “correctores” anquilosados.
Al mismo tiempo veo, por otro lado, que recurre a formas que esos anquilosados no
suelen aceptar, como el uso de la construcción sustantivo+a+infinitivo (“detalle
a perdonar”, es lo que dice Clarice, lo que dice Amalia).
Pero, insisto, en esas
cosas me detengo solo a causa de mis propias deformaciones, deformidades, pero
no por el texto en sí. El texto de Clarice, digo, el texto de Amalia, digo. Ese fluye.
Y vuelvo a lo que
antes decía, aquello de cómo saber si estoy leyendo a Clarice o a Amalia. Y de
pronto descubro que para nosotros, hispanohablantes, Clarice es Clarice no solo
a través de Amalia, sino en la voz
de Amalia, y no en la de ella misma, y por eso cuando leo las palabras de
Amalia estoy leyendo a Clarice, a la única forma que tenemos muchos de leer a
Clarice.
No conozco a Amalia Sato (o
quizá sí, porque la conozco en Clarice), pero me concilia y reconcilia, desde
el placer, con ese universo del que a veces formo parte, el de los traductores,
creadores de literatura universal, creadores de universos.