jueves, 27 de junio de 2013

La consagración



Cuentan que el día de su estreno, hace apenas más de un siglo, el 29 de mayo de 1913, fue un escándalo. Cuentan que a nadie le gustó. O que a muchos sí, pero a muchos no, y que entre estos últimos, los que no, estaba Saint-Saëns, que ya era el gran Saint-Saëns, quien, horrorizado, en cuanto oyó el comienzo, preguntó casi a los gritos qué instrumento era ese, y que fue Ravel el que le contestó: “Un fagot, pero en una tonalidad irreconocible”. Claro que Ravel, que ya era Ravel pero que todavía no era Ravel de la manera en que Saint-Saëns ya era, sí, Saint-Saëns, estaba en el otro grupo, el de los que se habían enamorado de la obra en cuanto empezó a sonar.  En algún sitio de Internet pueden oírse grabaciones del público enojado ese día, del escándalo de ese día, que ha dejado ecos que reverberan hasta hoy, pero que, a esta altura, son solo eso, ecos. Porque las cosas cambian.



Un siglo después, al menos, las cosas han cambiado mucho. Ahora, aquello que tanta conmoción causó en la París de comienzos del siglo XX se programa habitualmente en las salas de conciertos del mundo. Y más si se cumplen cien años de su estreno (por esa extraña devoción por el sistema decimal que tenemos algunos humanos y de la que hablaba Borges). La cuestión ejque el mes pasau la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires tocó, para celebrar los cien años de la obra, “La consagración de la primavera”, de Igor Stravinsky. Para mí, abonau al ciclo de conciertos anual de la Filarmónica hace añares, la ocasión era, de por sí, una fiesta, pero pensaba que no sería lo mismo para el resto de los abonados, porque, en mi prejuicioso imaginario, son un hato de conservadores tradicionalistas que solo aman la música que va del siglo XVII al XIX, con algunas pocas excepciones que incluyen del XX. Los conozco bien, porque, de hecho, yo mismo pertenecí a esas huestes durante gran parte de mi vida. Sin embargo, maravillosamente, llegué a comprobar que me había pasado la vida equivocado (que es una de las cosas de las que más disfruto, y eso es una suerte, porque tengo la costumbre de estar equivocado) y que mi  padre, mi viejo, sabía lo que (me) decía cuando yo, por ejemplo, le decía que Alban Berg no me gustaba, y él sonreía y me decía ya te va a gustar, o cuando yo le decía que de Sibelius me gustaban solo algunas cosas, y él sonreía y me decía ya te van a gustar más, o cuando yo le decía que los Planetas de Holst no me… Hace un par de meses, en hablando con su hermano, mi tío, le comentaba yo estas cosas y él me decía: “Ejque tu papá era muy moderno, ya entonces era muy moderno, siempre fue muy moderno”… y ahora, recién ahora, entiendo, por ejemplo, cómo y por qué, cuando apenas empezaban los años 60 del siglo XX y Mahler casi no se escuchaba aún en el universo, en mi casa familiar era sonido cotidiano. Y en mi casa familiar, la actual, más de medio siglo después, lo sigue siendo. Bueno, claro, Mahler. Pero Mahler, ya lo he contau en este blo, me gusta desde siempre, pero Stravinsky…



El teatro, el Colón, esta vez, estaba repleto, desbordante, fascinantemente lleno de gente. Claro que muchos, muchísimos, eran jóvenes de esos que no suelen asistir a ese lugar, aunque indudablemente no menos conocedores que los habitués tradicionales. En todo caso, mucho más: por lo que podía entreoír en sus conversaciones, muchos eran músicos. Y jóvenes, muy jóvenes. Porque evidentemente Stravinsky, cien años después, sigue sonando moderno, sigue sonando joven.


El clima en la sala no era el de siempre. Era mejor. Era de celebración, de ritual. Cosa lógica, si se piensa en lo que se iba a interpretar. En cierto momento la acomodadora apuntó con su acusadora linterna a varios de los jóvenes que había detrás mío de mí, de pie, en la Tertulia, y, al ver que habían colgado sacos y camperas en la baranda, los conminó: “No pueden estar los abrigos colgados”, dijo y repitió: "No pueden estar los abrigos colgados". Y se fue. Uno de los jóvenes, que estaba ahí de fiesta, de celebración, de ritual, y que no estaba dispuesto a permitir que ninguna amargura le arruinara la noche, sonrió y dijo: “Dice que no pueden entrar los amigos colados”. No pueden estar los abrigos colgados, no pueden entrar los amigos colados. La risa fue general en la zona. Ejque la fiesta era general en el teatro. Y la Consagración todavía no había empezado. O quizá sí.



Después entró Diemecke, se puso frente a la orquesta y fue la hora del ritual en sí. La Filarmónica sonó como viene sonando hace tiempo, maravillosamente bien. Hicieron una interpretación totalmente memorable de la Consagración. Yo fui feliz de punta a punta, desde que comenzó hasta que terminó, y después también, en el viaje de regreso a casa y, si se quiere, hasta ahora, que ejcribo esto en el recuerdo. Y los músicos también, se les notaba.



Sé que a mi viejo, el moderno, le hubiera encantado estar ahí conmigo, en la sala, ese día, en ese concierto. Yo estuve con él.



Posdata: días antes del concierto, le hice escuchar a mi hijo adolescente, violinista que suele tocar beethovenmozarthaydnpurcellvivaldibachpaganiniytodo eso, el comienzo de la Consagración. No conocía la obra. Quedó fascinado, absolutamente fascinado por la modernidad de esa música. Yo estaba con él. Yo estuve con él.

jueves, 13 de junio de 2013

Crónicas (siempre marcianas)



Es una ciudá bellísima Rosario. Quizá sea porque es una ciudá universitaria. Me gustan las ciudades con universidades. Están llenas de gente joven y con ganas, gente que empieza a hacerse dueña del mundo, gente que se siente dueña del mundo, y la verdá ejque el mundo le pertenece. Las ciudades universitarias son ciudades que bullen, que hierven, que bailan, que vibran, que suenan. Y que por momentos, en ciertos resquicios de la semana, cuando los estudiantes parecen abandonarlas para volver a sus hogares familiares, se ocultan en los pliegues de sus silencios. Rosario es una de ellas. Y además está en las orillas del río Paraná, una vena abierta que desborda vida en la Argentina. Y la ciudá y el río saben que se pertenecen y juegan el juego de la vida juntos. Es maravilloso el río Paraná. Es una ciudá bellísima Rosario.


El fin de semana pasado estuve, como puede verse en la entrada anterior de este blo, en Rosario. Fui a hablar de algo de lo que sé un poquito para gentes que saben un poquito menos, fui con lo que creo que es la docencia: el lugar en el que hay uno que tiene una lámpara que puede iluminar un pedacito de territorio y la levanta para que los demás puedan ver ese territorio y para que esos demás le muestren cosas que él no había visto, ni vislumbrado, ni imaginado. Fui a compartir secretos y palabras, fui a trabajar en una de esas cosas que uno, en otra vida, haría gratis. En una vida en la que pudiera, digo.


Hablé de traducción audiovisual, conversación en la que vengo hace casi treinta años. Hablé para estudiantes y profesionales de la traducción, de la interpretación, de los idiomas. Se me acercó alguien, en algún momento, que me dijo que me había escuchado hablar de esto mismo hace como veinte años, y que se notaba que me seguía gustando, se notaba que me seguía apasionando la cosa, se notaba mi placer. Y me dejó pensando. Porque la verdá ejque el gusto, la pasión, el placer, no eran solo algo mío, sino algo que estaba en el ambiente. Yo esperaba unos treinta alumnos (era lo que, me habían dicho, habría). Fueron cerca de cien. Y el gusto, la pasión, el placer, decía, no eran míos, o no solamente, sino de eso que se estaba produciendo en el momento. Yo, que hacía dos o tres años que no hablaba de esto, no lo entendí del todo en el momento, pero lo veo ahora. Eso no fue un curso. Fue un ritual. Un ritual de iluminación. No es extraño, dado que hablábamos de cine y, sabido es, el cine es iluminación, es luz. O sea, es decir, me explico, no era yo el sacerdote de un culto ni de una enseñanza ni de nada. No era yo el iluminador de la sala de cine, siquiera. Era yo, sí, parte de una red interminable que en ese momento, en ese lugar, se había tramado y entramado para que todos aquellos que estábamos ahí, en ese instante, estuviéramos plenamente ahí, en ese instante, pasándola profundamente bien, descubriendo juntos el universo. Un pedacito de universo. El universo. Habrá habido durante el curso y el transcurso momentos más plenos, momentos más huecos, pero esas no fueron unas jornadas profesionales, eso no fue un curso, eso fue una fiesta. Y yo fui parte de ella. Fue en el Instituto San Bartolomé de Rosario, el antiguo colegio inglés, un lugar profundo, una llave del universo, entre tantas, en el centro de Rosario.



El viernes a la noche comí en un encantador restaurante del puerto de Rosario, a orillas del Paraná, un surubí a las brasas con sabayón de limón que todavía hoy, una semana después, sigo degustando en las papilas de mi memoria. Rosario, no sé si lo dije, es una ciudá bellísima.