jueves, 9 de mayo de 2013

Papel plegado



Dice Gregorio que la posición de los espejos del telescopio espacial Hubble se diseñó con técnicas de plegado de papel que vienen del origami. Dice Gregorio que la estructura del ADN responde a patrones de plegado del papel que son los mismos del origami. Dice Gregorio que muchas de las cosas que la gente hace las hace, consciente o inconscientemente, con técnicas de plegado de papel propias del origami. Gregorio, claro, hace origami, así que sabe cómo se pliegan papeles, y le gusta la idea de plegar papeles desplegando historias, historias de esas que otros han escrito antes, quizá, en papeles. Por eso un día decide empezar a ver cómo se hace eso, cómo se hacen esas dos cosas al mismo tiempo, plegar papeles y desplegar historias, y se mete en un taller de narración oral. Y un sábado de marzo o de abril a la mañana se acerca caminando desde el oeste (curiosa y trillada imagen esa, aunque a veces cierta, la de caminar por la mañana hacia el este, hacia el sol, hacia la luz) y sube las escaleras de un viejo edificio de la Avenida de Mayo, en Buenos Aires. Es el primero en llegar a un grupo que aún no existe, pero que pronto se poblará de voces, de narraciones, de historias. Quizá esta, la de Gregorio, sea la primera de las historias de ese grupo.

Espera en el tercer piso del edificio la llegada del maestro, que ha bajado a abrir la puerta a otro recién llegado, solo que este otro no viene del mundo del plegado del papel, sino de un mundo que también es de papel, pero en el que lo que se pliegan y despliegan son palabras, voces, en la misma y en distintas lenguas.



El nuevo recién llegado sube con el maestro en el ascensor. Le fascinan los viejos edificios de Buenos Aires, esos edificios que los arquitectos del art nouveau, del modernismo o de como se lo quiera llamar construyeron en la ciudad hace poco menos de cien años, y que cuentan la historia de cómo esta ciudad pasó de ser la gran aldea de entonces a esto que hoy algunos, unidos como alguien dijo no por el amor, sino por el espanto, queremos tanto.

Al llegar al tercer piso el maestro saluda a Gregorio y dice a ambos recién llegados: “Van a ser compañeros, así que pueden empezar presentándose”. Gregorio mira al otro (el otro, ese segundo recién llegado del que hablaba, soy yo) y, mientras le (me) da la mano formalmente, con apabullante e informal falta de delicadeza, le (me) dice: “Veo que no voy a ser el único viejo”. Miro a Gregorio, que aún no sé que se llama Gregorio, aunque de cierta manera sí, y le digo: “Pero yo a vos te conozco”. Mientras entramos, él, de espaldas, parece encogerse incrédulamente de hombros, mientras dice: “Puede ser”. “¿Cómo te llamás?”, digo. “Gregorio”, dice. “¿Gregorio cuánto?”, digo. “Gregorio Vainberg”, dice. “¿Qué hacés, Gregorio Vainberg? Yo soy Miguel Wald”, digo. Gregorio se da vuelta y, si se me permite y perdona el lugar común, nos fundimos en un abrazo. Ese abrazo cierra una brecha de casi medio siglo, porque hace eso, casi medio siglo, que no nos vemos, que no nos encontramos. La última vez fue cuando teníamos siete u ocho años, y no recuerdo si aquella vez nos saludamos, si nos despedimos. o si cada uno se fue por su lado porque era la hora de tomar la leche y la madre de Gregorio lo llamaba desde su casa, mi madre me llamaba desde mi casa. No lo recuerdo.




Decía que Gregorio sabe plegar papeles, y a mí me gusta desplegar historias, ciertas o inciertas. Desplegarlas es contarlas, en papel, en voz alta o como sea, pero contarlas. Esta es una historia. Una historia cierta. A mí me gusta contarla, pero no sé si puedo contar cómo y cuánto me ha gustado, me gusta, haberla vivido y vivirla.


 

P.D. Gregorio también cuenta esta historia, aquí: http://www.gorivainberg.blogspot.com.ar/