domingo, 24 de febrero de 2013

Si no fuera



Si no fuera por la traducción, dicen algunos, no existiría la literatura universal. Si no fuera por la traducción, no habría más que literaturas regionales, nacionales, locales. Si no fuera por la traducción, la literatura no habría salido de las fronteras de cada idioma, no habría atravesado culturas e ideas de pueblos tan diversos. Se podría, sí, viajar por tierras en las que se hablaran lenguas que se desconocen, gozar de sus músicas, de sus danzas, de sus sabores, de sus paisajes y sus edificios, pero solo aquellos (pocos) que conocen o entienden otro idioma podrían sumergirse y nadar en su literatura. Si no fuera por la traducción, eso quedaría vedado para la (inmensa) mayoría.

La traducción muestra universos y, al mostrarlos, los crea. Como la literatura.

Pero ocurre, es usual, que muchos de los (pocos) que conocen o entienden otro idioma se resisten a leer en la propia lengua obras que fueron escritas en otra. Prefieren, dicen, leer el original. Es, supongo, comprensible.

En lo personal, toda mi vida he disfrutado de la lectura de obras traducidas. Conozco y entiendo alguno que otro idioma, y disfruto, tan superficial y tan profundamente como puedo, la lectura en esas lenguas. Pero también me encanta leer traducciones y sumergirme en la forma en que alguien proveniente de mi universo, es decir, el que traduce, me muestra ese otro universo que, a su vez, fue mostrado antes por otro, es decir, el autor de la obra literaria original.

Pienso en todas estas cosas mientras leo la traducción que Amalia Sato hizo de “Revelación de un mundo”, de Clarice, y, mientras la leo, voy gozando de lo maravillosamente bien hecha que está. Pienso, siento, que la traducción es brillante.

Pero a la vez pienso que es poco el portugués que yo conozco, pienso que no conozco el original, pienso que no sé cómo escribe Clarice en portugués. Y entonces, ¿cómo puedo decir que la traducción es brillante?, ¿cómo puedo saber si eso que estoy leyendo es Clarice y no Amalia Sato?

Por momentos me detengo en la lectura, sí, por ciertas anfractuosidades del texto, o, mejor dicho, por ciertos detalles que mi deformación profesional hace que me resulten anfractuosos. Leo, por ejemplo, que usa “deber de” y me sorprende, porque la traducción de este libro está hecha y publicada en la Argentina, y ese uso del “deber de” no existe hace muchos años ni en estas tierras ni en el resto de América Latina, salvo en el primitivo obrar y hablar de unos pocos “correctores” anquilosados. Al mismo tiempo veo, por otro lado, que recurre a formas que esos anquilosados no suelen aceptar, como el uso de la construcción sustantivo+a+infinitivo (“detalle a perdonar”, es lo que dice Clarice, lo que dice Amalia).

Pero, insisto, en esas cosas me detengo solo a causa de mis propias deformaciones, deformidades, pero no por el texto en sí. El texto de Clarice, digo, el texto de Amalia, digo. Ese fluye.

Y vuelvo a lo que antes decía, aquello de cómo saber si estoy leyendo a Clarice o a Amalia. Y de pronto descubro que para nosotros, hispanohablantes, Clarice es Clarice no solo a través de Amalia, sino en la voz de Amalia, y no en la de ella misma, y por eso cuando leo las palabras de Amalia estoy leyendo a Clarice, a la única forma que tenemos muchos de leer a Clarice.

No conozco a Amalia Sato (o quizá sí, porque la conozco en Clarice), pero me concilia y reconcilia, desde el placer, con ese universo del que a veces formo parte, el de los traductores, creadores de literatura universal, creadores de universos.

martes, 5 de febrero de 2013

Había una vez



Hay comienzos que son perfectos.

En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme es uno. In a hole in the ground there lived a hobbit es otro. Nel mezzo del cammin di nostra vita es otro. Y había una vez es, quién lo duda, otro.

Había una vez tiene, además, una maravilla adicional: no es de nadie, o sea, es de todos. Los otros también son de todos, pero son de Cervantes, de Tolkien, del Dante. Había una vez no. Había una vez es directa, exclusiva y necesariamente de todos.

Y además había una vez abre, porque cuando oímos que había una vez de inmediato estamos esperando lo que había una vez, porque sabemos que había una vez un rey, había una vez una niña, había una vez un caballo blanco alado, había una vez una historia maravillosamente alegre, desesperadamente triste, aterradoramente angustiante, poderosamente enérgica, que sigue al había una vez. Lo sabemos. Lo esperamos. Había una vez… y uno se mete de lleno en su propia infancia, uno entra en el universo de la fantasía, de la realidad, en el universo ajeno al tiempo del había una vez.

Y además había una vez suena bien. Es el acorde inicial de una sinfonía total, absoluta. En inglés también suena lindo once upon a time. Como había una vez, tiene ritmo, tiene tempo, tiene pausa, tiene respiración, como decíamos lotrodía.

A veces me pasa que empiezo un había una vez para no seguirlo, porque seguirlo es siempre de alguna manera clausurar otros había una vez posibles, porque había una vez es infinito e indefinible hasta que la puerta se cierra con lo que había una vez, porque entonces lo que había una vez pasa a ser eso y ya no otra cosa, es decir, ya no la posibilidad de otra cosa.

En la infinidad infinita de la infancia, de la literatura, había una vez es todo. Nunca deja de serlo, pero a veces, muchas veces, no nos damos cuenta.

Había una vez una puerta abierta. Había una vez.


Posdata. Hace unos días se murió Brato. Nicolás Bratosevich. Fui a su taller literario muchos años, hace muchos años. Yo ya escribía, pero él me enseñó a escribir. O, mejor, me mostró cómo era que yo podía pensar, contar, que había una vez. Brato fue mi maestro. Mi, diría, único maestro. Este texto, este momento, es para él. Había una vez Brato. Sigue habiendo.