viernes, 29 de junio de 2012

Sombra, lluvia y transparencia


En toda traducción existe, inevitablemente, una continua tensión entre la fidelidad al autor (o al texto) y la fidelidad al lector. En el último siglo, los traductores y la sociedad en general han favorecido y enaltecido la segunda perspectiva: se traduce pa los lectores. Esta posición, que hoy suena casi obvia y elemental, suele asociarse a la idea de que al lector del texto traducido la obra le debe sonar tan natural (o, según el caso, tan poco natural) como suena en el idioma original.

Algunas voces respetadas y respetables, como las de Vladimir Nabokov y Walter Benjamin, entre otros, se han expresado claramente en contra de esta concepción: en La tarea del traductor, Benjamin dice que la función del traductor es encontrar en la lengua de la traducción una actitud que pueda “despertar en esa lengua un eco del original”, y agrega que decir que una traducción se lee “como un original escrito en la lengua a la que fue vertido” no es el mejor elogio que se le puede hacer; dice también que la traducción literal es la que garantiza la fidelidad y que “la verdadera traducción es transparente, no cubre el original, no le hace sombra”. Sin embargo, creo que podemos afirmar que hoy la mayoría de los traductores enciende sus velas ante el altar de la “naturalidad” en la lengua de la traducción.

Pero se me ocurre que, como decía mi papá (y también, sin duda, muchísimos otros papases), “las cosas no son ni muy muy ni tan tan”.

En una traducción de poesía –para tomar el extremo más expresivo del continuo–, la fidelidad al autor (o al texto, como decía) es casi una condición necesaria, con todos los matices que esta fidelidad pueda implicar, que van desde cuestiones relacionadas con la rima y la métrica hasta referencias culturales implícitas, pero, más allá de ellas, es evidente que no podemos (¿no podemos?) traducir un haiku japonés como si se tratara de un texto en prosa cortito, aunque la forma poética oriental en cuestión sea absolutamente desconocida por los lectores de la lengua de destino. Ejque, en casos como ese, la forma es parte inescindible del contenido (casi podríamos decir que la forma es el contenido), y no se cuenta entre las atribuciones del traductor el derecho a alterarla, aunque esa forma no sea, pa los lectores finales, tan abiertamente comprensible y natural como lo es en la lengua original.

Claro que no sucederá lo mismo, por ejemplo, con un manual de instrucciones de un lavavajillas: aunque en su país de fabricación esos manuales se escriban en verso y con rima consonante, los traductores a lenguas como el español (o, mejor dicho, los traductores a culturas hispanohablantes) deberán, sin duda, convertir esos textos líricos en la más prosaica prosa, dado que esa es la forma que será “natural”, o esperable, para sus lectores. Difícilmente pueda incluir un manual de ese tipo en castellano instrucciones como la siguiente:

De la cocina en el ángulo claro
Presentado en forma sencilla
Con la puerta frontal entreabierta
Colóquese el lavavajilla.

Digo, quiero decir, que no hay fórmulas únicas posibles cuando se habla de traducción (ni de nada, shaquestamos), y que traducción significa muchas cosas, muy distintas, y muchas formas, muy distintas, y que no hay generalizaciones posibles, ni siquiera aquellas tan vacilantes y ambiguas como las que acá, querido blo, estoy garabateando, en la llovizna de este invierno en Buenos Aires, casi como la niña lluvia. Ojalá.

(Ilustración: Niña lluvia, Itati Acuña)